For Paula from The
Captor.
De
la lectura industriosa de la filosofía primero, de la fruitiva literatura
después; y en fin de todo ese caudaloso adiestramiento libresco que con tanta
frecuencia comporta el hundimiento en perplejidades y tonificadoras paradojas,
no he conquistado otra cosa en medro de mi experiencia que el reconocimiento de
que a la ficción le compete no tanto reformar el mundo; ese diorama fatal tan repleto
de cosas obtusas, como hacer del mismo un lugar habitable y temperado por la
existencia de cautivantes engaños:
“Todo gran escritor es un gran
embaucador, como lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza siempre nos
engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilusión
prodigiosa y compleja de los colores protectores de las mariposas o de los
pájaros, hay en la Naturaleza todo un sistema maravilloso de engaños y
sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la
Naturaleza. Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un
escritor: como narrador, como maestro y como encantador. Un buen escritor
combina las tres facetas; pero es la del encantador la que predomina y la que
le hace ser un gran escritor.” (NABOKOV, V.: Curso de literatura europea.
Traducción al cuidado de Francisco Torres Oliver. Barcelona: Zeta, 2009, 1ª
ed., pág. 31.)
No
admitiría confutación alguna el hecho de que, desde el más temprano momento en
que alcanzo a tener cumplido recuerdo de haber frecuentado a Nabokov, he ido
ratificando que sobre él obraban los anatemas y amonestaciones de quienes
fracasan en la tarea de conjugar cabalmente los fenómenos de la popularidad y
la genuina grandeza; como si aquélla, dirían estos, fuera el grillete que de
tiempo en tiempo vendría a desbaratar la ocasión de que ésta se manifieste cuán
irrepetible es, como la dádiva huidiza que es. Así sea, me sería dado espetar a
mí, habida cuenta de que no son tan pocos como para desestimarlos los casos en
que la fama es un ardid de la domesticidad antes que la justa concomitancia de
la excelencia, al igual que tampoco faltan ocasiones en que la grandeza adviene
y se desparrama sobre el mundo sin que tras de ella coletee un reguero de
aplausos; de lo cual sin duda es testimonio la figura del autor postergado en
su tiempo y rehabilitado por la contemporaneidad; sí, todo ello me sería dado
espetarlo si no fuera porque, así como existen ejemplos probados de inmotivado
acoplamiento entre popularidad y grandeza, o bien de cruda dislocación entre
ambos, así también existe el milagroso instante, bien que rara vez
indiscutible, en que estos dos títulos se codicen sin que una contradicción o
distorsión del juicio entre en pugna por el medio. Es por demás cierto: tal
armonía no es sino raramente frecuente, y es si cabe más difícil aún que el
suyo sea un consenso a que por igual se acojan ayunos y doctos. Nada puede en
desmedro de la grandeza de Shakespeare la popularidad de Shakespeare, conque,
salvando las distancias, sería errada idea la de suponer que por haberse Nabokov
granjeado los parabienes del gran público, su narrativa fuere la comidilla de
los contentadizos hurones que sólo de clichés y lugares comunes necesitan para
terminar ahítos, de modo que cuando de una mala suerte voy a topar con un
coleccionista de obscuridades y martirologios literarios y éste juzga como
“típica” una obra de la altura y singularidad de Lolita (1955), obra que no obstante me veo precisado a admitir ha
sido por muchas vías objeto de sensacionalismo, no dudo en barruntar que, por
un lado, me hallo frente a un lector desatento o peor aún enceguecido por la
sed de rarezas; o bien que, por otro lado, se trata de un lector que
abiertamente no lee y que conmuta su ligereza como lector por una parejamente
ligera levedad como opinador. Ya se sabe que, desde luego, no hay libro que con
más liberalidad nos permita pronunciarnos que aquel que no hemos leído.
Y
ahora, si se me disculpa esta aventuro que para muchos desquiciante
ceremoniosidad, abro paso al cometido de que querría ocuparme en este nuevo
artículo, que, lejos de constituir una postulación en pro del rango canónico de
Nabokov; como ocurriera en el artículo acerca de Pynchon, en respaldo de la
cual sería mucho cuanto habría que decir, y me temo que mucho más aún cuanto
habría que desdecir y desbrozar, más bien consistirá en una vindicación por la
figura del esteta indomeñable, figura que se hace con ejemplaridad carne en
este literato ruso, quien, amén de un novelista de elegancia y alcurnia como
muy escasas veces se encuentra, es un lector redomado y por ende un crítico
literario de refinada catadura.
En
el ocaso del siglo diez y nueve, ese instante cenital que puso término a tantas
cosas tanto como dio a nacer a numerosas otras, nace en San Petersburgo Vladimir
Vladimirovich Nabokov, en el mullido y recoleto seno de una familia próxima a
la aristocracia rusa, no en vano ni bien desde el S.XVIII los Nabokov habían
ejercido en la ciudad cargos de renombre militar y gubernamental. En su venida
al mundo hay lugar para una feliz constelación de sucesos eméritos, acerca de
los cuales a duras penas uno podría escatimar una mención, dado que los mismos
comprometen a otras dos personalidades muy caras al espíritu de este blog; a
saber, en el año de 1899 son nacidos Nabokov y Jorge Luis Borges, y sólo un año
más tarde, en el 1900, justamente allí donde el impronosticable siglo veinte
alboreaba, es finado Friedrich Nietzsche, otro paladín estético que vivió y
murió por mor de la creación artística. Pero, como iba diciendo, muy a la
redonda de los hechos brutos, de nuestras pobres y frías cronologías, en ese
alrededor en que cabrillean las ráfagas poliaromáticas de la fantasía,
justamente allí donde la memoria involuntaria huelga y se regocija, en ese
jardín diseminado de divanes y paraguas regados en colores de perla y nácar por
la multicentelleante luz solar; en ese lugar arcádico en que bogar
deliciosamente al rebufo de un libro, me imagino yo a Vladimir, chico
desgarbado y con ojos de incalculable osadía, aprendiendo francés e inglés de
la mano de una rijosa y sonrosada institutriz, fatigando renglones memorables e
ingenios adjetivales, embebiéndose de los efluvios enloquecedores del
lepidóptero y la siempreviva, internándose en ese mundo más allá del sentido
común en que moran las criaturas aleteantes, y, en suma, experimentando, por
primera vez y en carnes propias, las fantabulosas incitaciones que sólo el
mundo en su sobrehaz estético puede procurar. Tal vez el lector no alcance, por
el momento, a discernir de qué modo podría servir este preámbulo biográfico al
fin en que aquí me empeño, sin embargo, solicito como siempre hago cierta
provisión de paciencia de su parte, en la suposición de que, así como ocurre
con las obras filosóficas, cuyos contenidos últimos son en buena medida el
florecimiento irreprimible de la naturaleza no tanto intelectual, cuanto
también temperamental de su autor; de igual modo ocurra aquí que este perfil
ayude a caracterizar las posiciones estéticas en que el Nabokov maduro pudo
afincarse.
Conque
así fue que escasamente antes de los diez años, Vladimir ya había tenido noticia,
dudoso es concluir si una exhaustiva o una nada más que referencial, de Madame Bovary, cabe conjeturar que por
cuenta de las mentadas institutrices. Antes de frisar la tierna edad de los
once años había leído a su entero albedrío Guerra
y paz, y desde esta su precocidad con el maestro de maestros ruso, no cejó
en su empeño por atesorar y participar de esta magistral literatura nacional, y
de ello son buena prueba, amén de todas las obras del así llamado “período
ruso”, las lecciones que el autor impartiera en las universidades de Stanford,
Wellesley y Cornell en los años cuarenta y cincuenta. Nabokov concluyó los
estudios secundarios en el instante en que todo un mundo tocaba a su fin; el
mundo sólo superficialmente acendrado que antecedió a las convulsiones
políticas del siglo veinte. Como consecuencia de la revolución rusa, el autor
abandona su patria en el año de 1919, y se dirige a Cambridge con el propósito
de cursar allí estudios universitarios en literatura. Ahora bien, dado lo
anterior, no iría en menoscabo de esta semblanza biográfica el que yo me
arrogara la salvedad de sumar al complejo ficcional nabokoviano alguna otra
distorsión de personal factura, y de una guisa tal fabulara, como ya pude
hacerlo con sus años juveniles, con esta etapa universitaria; de modo que si quien
leyere accediera a prestar su poco depósito de asombro al objeto de mis
fantasiosos merodeos, hallaría que aquellos años yo me los represento colmados
de enriquecedor esparcimiento, con nuestro autor trasegando toda imaginable
literatura, practicando deportes, soñando a ser un elegante boxeador, cortejando
a jovencitas varias pero de parejo encanto, cometiendo modismos bravucones y,
por mejor abreviar, experimentado la vida prometida a todo aquel capaz de
acecharla con la visión prismática de un catalejo multicolor. “El arte de
escribir es una actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo
como el sustrato potencial de la ficción”, dice nuestro autor. En los
primerizos años treinta se aposenta temporalmente en Berlín, donde pudo por fin
dar a estampa algunas cuantas obritas bajo el esquivo nom de plume de V. Sirin. Luego de esta fugaz etapa berlinesa, el
escritor hallará estadías sucesivas en París y Estados Unidos; país este último
que finalmente lo acogerá como profesor de literatura en varias universidades. En
la década de los sesenta, y en parte como hecho resultante del éxito urbi et orbi de Lolita, Nabokov dispone abandonar la docencia en la previsión de
una mejor y más sosegada calidad de vida, y así las cosas fijará su residencia
en Montreux, donde residirá junto a su inseparable Véra hasta el último de sus
días.
Sin
duda Nabokov debió de ser un chico cuyo espíritu marchaba libre y desembarazado
por las praderas de la imaginación, y a fuer de todo lo plasmado en Habla, memoria (1966), nada impide
suponer que aquellos sus años juveniles de tanta permeabilidad para con todo
cuando era deleite estético y sensualista, debieron de operar sobre el joven
como un aprendizaje propiciatorio en lo que serían sus ulteriores desempeños.
Ahora bien, qué aspectos de esta retozona autobiografía son entera y positiva
verdad, y cuales otros son, en cambio, cosecha adulterada por cierto saludable
género de sublimación ficcional, es hecho que desde luego no está exento de
cuestionamiento, y sin embargo, que hayan ocurrido tales o que éstos sean por
entero producto de la autoficción, ninguna importancia reviste si de lo que se
trata es de penetrar en el universo de embrujos y artificios que el propio
literato orquesta en torno a sí, dado que, como artífice que en puridad es,
éste está en mucho de cuanto dice obedeciendo a su personal imperativo demiúrgico
obligado al ejercicio de la reconstrucción creativa. Mas, aún cuando éstas
fueren disquisiciones y argucias literarias que bien pudieran dar pie a no
escasas averiguaciones de carácter crítico, debo sin embargo cometer un
aplazamiento para con ellas y enfilar rectamente cual es mi cometido al efecto
de este excurso, a saber, ser el proponente a riesgo propio de una teoría general de la actitud estética.
Hallémonos ahora, me temo, frente al nudo gordiano de esta, llamémosla así,
pesquisa biográfica. Tal vez sorprenda saber que quien aquí ensaya no es tanto
un observador imparcial cuanto alguien que espera poder ilustrar ciertas cosas
acerca de sí mismo mediante la alusión a un ejemplo aleccionador; y quien de
tal manera procede, me encuentro en la necesidad de apuntar, no hace sino
explicitar aquello que otros a toda costa quisieran entreverar con el falsario
ropaje de la imparcialidad criteriológica. En uno son siempre los propios
anhelos los que filosofan; y, a salvedad hecha de algunas acrisoladas, y por lo
mismo aburridas, excepciones, ¿quién tan bien como los filósofos y los
literatos podría reconocer que todo concepto es fruto de la intimidad, que todo
sistema tiene algo de antojadiza emergencia personal? Ya sin posible enmienda
soy culpable de una promesa teórica, y dado que conculcarla sería cosa asaz
indecorosa, no puedo menos que cursar voto de concisión y acometer mi tarea sin
admitir ulterior demora. Consideremos, de conformidad con cuanto es de curso
corriente en la filosofía contemporánea, si acaso la estética no es una
demarcación de sentido como existen tantas otras posibles. No está de sobra
ahora, empero, que pongamos el oído atento sobre el cuerpo trivial de este
aserto, toda vez que, sobre él tanto como sobre cualesquiera otros
pronunciamientos con tan poca definición de aristas, pende el signo verbal de
la ambigüedad. No es inhabitual que, allí donde se conjuga la posibilidad de demarcaciones
de sentido, seguidamente se aparezca no sólo la pregunta acerca de su
compatibilidad, sino también aquella otra que inquiere por el valor cognitivo
de cada cual. En este instante dado nuestro modo de ver debe más que nunca
manejarse por el cómodo carril de la cautela. Se echa de ver a las claras que
de la posibilidad de una demarcación no se infiere, con categórico vigor de
ley, la autenticidad y legalidad cognitiva de sus contenidos. Quede en firme
sentado, entonces, que cuando con tenor amistoso he aludido a la multiplicidad
de demarcaciones, meramente he animado significar que ninguna a despecho de las
restantes puede erigirse en dominadora sin incurrir en tiranía, y que, por
ende, lo que tienen de posible nos sugiere que su condición es pari passu la de una siempre
insuficiente verdad. Parecería, a juzgar por tales últimos rodeos, que uno
quisiera depotenciar el valor de la estética, y sin embargo, nada tan lejos
como esto de cuáles son mis propósitos.
Convengamos
en el valor cognitivo de la estética, mas no así en la exclusividad
inconmensurable del susodicho. Ahora bien, nada de desaconsejable tendría que,
tras de haber convenido tal, no sin antes haber arrojado sobre todo ello la luz
favorable de la cautela, propendiera en cierta precisión con título y
credenciales decididamente filosóficos; y cuando con voluntariedad invoco a la
precisión, lo hago sin duda con el fin de auténticamente afinar la entonación
allí donde por lo común son sólitos los equívocos e inexactitudes que, sólo
después de haber allanado el camino por medio de gruesos brochazos, se
introducen a menudo subrepticiamente en el cuerpo del conjunto, haciendo pasar
por matización positiva aquello que, en rigor, no fue sino una ausencia de
fijación resultante de la voluntariosa flexibilidad del ensayista. Diría, pues,
y encuentro que quien así dice está siendo mucho antes benefactor que detractor
de la estética, que ésta, aun cuando su valor cognitivo y su sentido hayan
quedado libres, por cuanto toca al menos a los propósitos divulgativos de este
ensayo, de todo cuestionamiento, no puede seguirse de ello que por caberle un
sentido intensificador del mundo le debe caber en recta consecuencia un
cometido teleológico o aun una labor misional para con el susodicho mundo. De
aquí que, cuando Harold Bloom, de quien se ha dicho injustamente y con no poca
frecuencia que era un crítico literario más reaccionario de lo que al suponer
de muchos cualquier época podría tolerar, se manifiesta refractario a atribuir
a la literatura un sentido último y edificante, uno debe cabalmente conceder
que acerca de lo que de tal modo se nos quiere prevenir es no tanto la creencia
en la acendrada y ociosa inutilidad del arte, cuanto la inclinación,
verdaderamente obstinada, consistente en despojar al arte de su finalidad
intrínseca, para, de pronto, expelerla lejanamente en pos de quién sabe qué
descabellada causa ideológica. Tal cosa, y claro está me refiero a la
subsunción de las faenas artísticas a un propósito ideológico, es una de las
fantasías más módicas y burdas que existen y no me hago solidario de lo que
otros han pensado bajo estos borratajos verbales. Pero comoquiera que este
artículo va ya muy ahogado de envergaduras, expeditamente voy a enumerar el
conjunto de mis postulados finales, de cuya ejemplaridad humana no menos que
obra, insisto, es encarnación Nabokov. Aventajo una disculpa a causa del
pobreteo de oraciones telegráficas. (I) El arte es una actividad intrínseca
dadora de sentido, (II) no obstante lo cual, su sentido no es sino el del
consuelo metafísico; (III), de donde se sigue que, toda vez que al arte se lo
embarque en dislates ideológicos; esté estará sufriendo un malogramiento de su
misma esencia. (IV) El arte no encierra paideia
misional alguna más que la de temperar la finitud y embellecerla. (V) Y sin
embargo, el arte no ilumina nada, sino que tan sólo nos rinde el provecho de
operar como una topología de la ambigüedad y las tinieblas. (VI) El
embellecimiento de que éste pueda ser portador, es vecino con la voluptuosidad
antes que con la idealidad. (VII) De aquí que el arte acostumbre de ordinario
no tanto la fabricación de buenos ciudadanos, cuanto de unos ambiguos. (VIII)
El mensaje del arte, si acaso este aserto es lícito, dado que un artista no es
un mensajero, sólo puede ser la elusividad del mensaje. (IX) El arte, por
tanto, es cosa que va contra la identidad, la fijeza, el acomodamiento del
sentido.