Espero
no hayan mis familiares y conocidos dado a completo olvido aquellos para mí
bienquistados ratos de finales del año de 2012, en que departíamos sobre mis
pocas letras y sus pubescentes veleides, sin el provecho, por desventura, de
que acertáramos mal que bien a comprenderos uno y otros más por derroteros de
profundidad.
Y
aun cuando soy poco afecto a la confección de libelos en mis nada presumidos
solaces, bien será que adjudique, así, por corto espacio, algo de mi cavilosidad
a cierto índice que como pocos otros ha amenizado desde muy antiguo la férvida
disertación de los literatos de aquende y allende. Aludo, a saber, al hecho de
escribir a instancias del lector o, bien al contrario, hacerlo a su
prescindencia. Litigioso es, sin duda, el tantas veces mentado pero tan pocas
dado a colmo voto por la legibilidad. Hay libros caudalosos y hay piedras de
escándalo, hay pugilato y brillazón de espadas; hay, en fin, cuanto quepa en un
libro mundo a tenor de este tema. Y aún y todo, no sería descabal estatuir que,
incluso andando mucho en el tiempo, la disimilitud de posturas prevalecerá hasta
un confín de infinito. El común ruego del lector, diría yo, permanecerá
acomodaticio, frente al cual el escritor opondrá entretanto y sin excepción sus
prendas y eminencias. Pero, dicho sea entre paréntesis, ¿qué es un lector? Y
más aún, ¿qué es un escritor? Una caracterización al fin de este nunca
conciliable maridaje, me parece, descuella sobre toda otra: lector es quien
espera ser complacido y aún ratificado en esas cosas meras que ya conoce; el
escritor, en cambio, escribe para leerse y así exorcizar sus orgullos; y así
poner coto al ensoberbecimiento creador frente al cual nada es, en puridad,
sinónimo de satisfacción. El lector inquiere por el mensaje de una obra, y el
escritor contesta que su oficio no es el de mensajero. Puédanse observar los
simpáticos sones que Goethe menudeó en tiempo a tenor de este tema (Epigramas domésticos, I, §2):
¿Por
qué quieres alejarte de todos nosotros y de nuestro parecer?
Yo
no escribo para haceros grato lo que debéis aprender.
El
lector permanecerá acomodaticio, sí, porque la comodidad que siempre ha querido
es en justa lógica presumible que la siga queriendo; como justo es que estilar
un castellano sobrevenido de los padres, prohijado de ellos, displacerá a quien
acostumbra a leer mal traducidas obras,
y es indistinto si éstas lo han sido del inglés, de un griego hexamétrico o de
endecasílabos toscanos. Nada digno de lectura, y a digno le cabe aquí ser
sustituido por difícil, puede ser a una misma vez, so pena de ir a parar en
trivialidades, dócil. El inconcretable oficio del escritor, poco o más bien
nada amigo de las preceptivas, consiste a menudo en levitar con pies de
bailarina por encima de lo que habría de ser escrito, para maniobrar sus
prófugos pensamientos y erotismo en pos de cuanto ciertamente circunda a ese
“habría de ser”; voz condicional que en suma ha de perdurar intocada, pues es en
su negatividad donde entraña el libre juego de la escritura. Marguerite Duras
dice que el escritor devela y oculta, yo rectificaría este sentir postulando
que además de ocultar, el escritor se
oculta.