23 dic 2012

MENOSCABO DEL OJO



La mueca dilatoria de la originalidad, en una pura locura de luz muerta infinitamente recurrida hasta frisar el umbral de lo imprescriptible, halla, por boca de los ontólogos del ojo; quienes al avenirse al embeleso iconólatra han perseverado mucho en la mueca y nada en la dilación, un legatario predicamento al arreglo de la observación pura. “Cuanto más alto subo, tanto más desprecio al que sube” (Nietzsche): alguno desearía, salve que quizá infusamente, “arrojar la esclarea después de haber subido por ella” (Wittgenstein). La superación del lenguaje es dicterio de sí misma; su gestación, ni bien desde su edad larval, era ya augur de muerte; y la agrafía, el impugnador soborno de la esencialidad.


Henos aquí careados por la focal univocidad de la antipedagogía de la imagen pura, la cual, tan pronto como se convierte en el cacareo del discipular dije goethiano de la imagen como siempre ya toda doctrina, es amonedada por efectivamente eso mismo doctrinario. Mefistófeles propugna que “toda teoría es gris”, y Werner Herzog devota leves e impoéticos quejumbres a la idea de que la imagen nada necesita ya de los “virtuosos de la sintaxis”. La parva licitud de esto último antedicho, cuyo cierto donaire conclusorio no quiero condecorar ni amortiguar por cuanto él mismo radica en autodesaprobación, estatuye, a lo que parece, que la literatura es reductible a virtud de sintaxis, y ésta, nos cabría a nosotros aventajar, a los espurios abracadabras diafásicos que los tardojoyceanos extraen del capítulo de preguntas y respuestas del Ulysses (III, §17). Quienes no obstante ponderan el descargo a la agotabilidad del lenguaje como licencia siempre en cada caso arribada con intenciones de deserción, casi se dijera que como alegato a favor de la indulgencia cuando la sistematicidad flaquea, no pueden por menos que ensayar una ceja enarcada de escepticismo: allí donde la fascinación demanda suplantar un lenguaje por otro tenido por superior, allí donde, más que eso, la depuración perfectible de los lenguajes concurre en el coeficiente cero de lo discursivo, a saber, en la autorreferencialidad que se mira a sí misma y a quien nadie mira, allí verosímilmente localizaremos no una obsolescencia en las formas de contar, sino una endeblez de contenido. El claroscuro elíptico, santo y seña de la ilimitación de la literatura, acucia la imaginación poética; v.gr., cada lector es diverso al conjurar mentalmente el proscenio ferroviario de Anna Karenina: la emisión del infolio es, a cada vez, la misma, mientras que la recepción, como Jauss reconvino meritadamente a Adorno, es recursivamente intransferible, irreproducible.

(Dibujo del tren de Anna Karenina, por Vladimir Nabokov, c. 1950)


El lenguaje visual, por lo menos en tan riesgosa vecindad como cualquier otro de las perversiones de una sintaxis sobreempleada, aveza la fijeza en la captación; la pupila roja en la cámara oscura prepara y completa velis nolis la mostración a la manera de una argumentación icónica: la imagen “se contempla viendo, mira para verse mirar” (Sartre), y entretanto al espectador se le procura, sin él saberlo, una experiencia de exclusión charolada por el embeleco sólo a medias participativo del making of. Ocurre una equipolencia entre observación pura y desparticipación absoluta. La completud tautológica de la imagen es una fabricación del efecto; ésta epata sólo a quien considera literatura sinónimo –o palmario pleonasmo- del tedio, del espesor. El cerebro tiene su propio pensamiento al margen de nuestro pensamiento, al margen de nuestras tipificaciones –en ningún caso sustraídas al prurito metaforizante: pensar en imágenes es tan absurdo como pensar en palabras.

9 dic 2012

EL PRONOMBRE YO


Si pese a todo el qué es de la literatura pudiera descollar por sobre las restricciones de definibilidad y decibilidad que ella misma, sin voluntariedad, instaura, éste se infiguraría por sustracción, como un interrogante silueteado en tinieblas de cuyas tentativas conclusorias, intendidas en cualquier caso desde la provisionalidad, sólo podríamos certificar su signo negativo. A lo que parece rehuir la autoposición, con ocasión de sus medios no menos que en espíritu; a la prueba misma de la dispersión deflectora de la unidad pronominal; sólo tales evanescentes cosas podrían apellidarse como literarias. La literatura “quiere excavar un subterráneo” sin que ningún excavador preeminente empuñe la pala. 


Mientras que el literato negativo no ignora su condición autocontagiosa y se aleja tanto como puede dentro de sí, confiando en no poder seguirse; el literato positivo propende en la autocita, indistinto es si literal o metafóricamente, y termina henchido y ahíto de yo, hasta el punto de trepidar y rebozar con púrpura y malditismo la propia biografía, casi como si de una escritura sacra se tratase. Todas las épocas pretéritas de terribles infantes han padecido de ajenidad con respecto a su propio tiempo; todo escritor positivo cobija dentro de sí la pretenciosidad del duquesito calavera, inadaptado, apartadizo: ninguno de tantos, sin embargo, participa del hecho de ser un pronombre infinitesimal entre otros. Más a menudo de lo que cualquier enemigo de los pacatos remedos desearía, oteamos en literatura los histriónicos mohines de quienes han adjudicado, si no a la omitibilidad, sí a la subalternidad, el oficio del narrador inopinado, consistente en la susurrante irradiación de un eco anónimo diferido por entre las excedencias intersticiales de la ficción. Peter Handke pondera que el escritor es un “morador de intersticios”, no el poltrón inquilino de la identidad. Los coolhunters autoproclamados pasan por alto que la historia sintáctica del yo es, ab ovo, la historia de sus mediaciones. Han desacostumbrado la conversación con ese haraposo hombre beckettiano que siempre se solapa a nuestra conciencia, sombrero negro y gabardina, y que reza: embóscate para exorcizar. Pero sea como fuere que el yo se convierte en patógeno, pues inclusive en este tema la literatura se ha pensado a sí misma, resultando de ello la aniquiladora acuñación de ciertos categóricos abecés metaficcionales; tampoco cabría neutralizar su égida por medio de una contraimagen nirvánica: terminantemente, la fantasmal impregnación del yo es inextirpable, indisoluble de una vez para siempre. Sólo resta la posibilidad de transfigurar ese yo en otra cosa. “¿Cómo haremos para desaparecer?”
 

5 dic 2012

PENSAR CON LOS PIES



Desde el momento en que el filósofo es un redomado maestro de la sospecha, a él se aherroja el espectro letal de la así hogaño llamada paranoia, la cual, otrora, por remota que esta concesión de la memoria sea, fue ominosamente significada como la búsqueda del sentido. Todos parecemos haber olvidado que la profundidad está en lo abierto. Está, como ya observara Kafka, muy lejos de aquí. Hoy, la profundidad de la experiencia y la experiencia de la profundidad son escamoteadas por un mal del pensar bifronte y polarizado -por cuanto sus dos sobrehaces no demuestran visos de concordato posible, como mucho menos aún la inclusión de un mediador en el espacio abisal que los dista-, consistente en la permuta del espesamiento y lo epidérmico, el discurseo orfeónico de la hermenéutica y la filodoxia buenista de la comunicabilidad, sin que, por lo demás, uno u otro lleven a coalescencia su inhallable propósito; el de la concreción de lo que sin vergüenza aspira al nombre de sentido. El bloomeano confeso Richard Rorty, en un breve artículo de factura reciente, observa, en lo concerniente a la buena práctica de la crítica literaria, esto que sigue:

Good criticism is a matter of bouncing some of the books you have read off the rest of the books you have read [...] Fortunately, deconstructing texts is now as obsolete as spotting Christ-figures or vagina-symbols”.
 
Afortunadamente o no, no se le oculta al lector avezado de hoy que el lenguaje acomodaticio, nostálgico a la par que reaccionario, y gremial por todo cuanto hay en él de elitista; el lenguaje, digo, de los intermediarios remendones del espíritu y la psique, no corre en paralelo –ni siquiera remotamente a la zaga- a la trepidante vereda de las experiencias estéticas actuales: éstas han repelido la infestación del significado sobrevenido, esa laboriosidad reparona del pensamiento a pie de página que, no satisfecha con alumbrar obras desventradas por una conceptuosidad enteramente sustentada en la zona inerte de la adhocidad, a menudo se arroga también la potestad de anexar la evanescente promesa de lo edificante a su moroso discurso. Los retretes de la opinión pública o, si se quiere, los opinaderos municipales que tanto arregosto destilan para el periodismo, no quedan muy lejos en arbitrariedad de las locuras pompeyanas de la gremial filosofía del cenáculo hermeneuta, aquellos y éstas, felizmente instalados ambos como están en su reluctancia cuan irrestañable es, se encordelan sólo en la inhabilidad para enarbolar una micrología fáctica de los afloramientos estéticos del presente. La fatal nostalgia por lo perdu, y lo perdido es siempre implicite la falsedad de lo originario, lastra los aparejos especializados de quienes regulan la memoria de la obra por la metonimia voraz del mitologema, mientras que, en el colmo de lo disímil, el pseudopensamiento de la sobreexposición comunicativa condesciende en la crasa e irrestricta propagación de sí mismo, con indistinción respecto de la conjetura de un depósito del sentido al cual acaso pudiera prestigiar un imperativo digno de la mejor causa. La tesis del sinsentido sólo sería tanto más verdadera cuanto que su contrario varase en la inflación; la detección del sentido sólo tendría sentido en la multiplicidad de sentidos inidénticos. Olvido del sentido y estrés sígnico, iterativamente, se asimilan; más que eso, sólo perduran por mor de una suspensión mutua que viabilizaría una intermediación manumitidora. El gesto anti-nihilista par excellence, el nietzscheano, que juzga todo cuanto hay y pueda haber como apariencia, prescindiendo del pernicioso allende dador de sentido impostado; sugiere, ya que no abiertamente postula, un sí a la preeminencia del objeto sobre el sujeto, un sí que nace en la obra y va a morir naturalmente en ella. A la obra que lo mismo repele tanto como se nutre de notas racionalizadoras, sólo le caben las palabras expelidas desde su insondable núcleo, negativo por propio concepto. No es estética el lenguaje sobre la obra, sino antes bien el lenguaje en o desde ella.

DEMAGOGIA DE LAS MINORÍAS



 

“No soy homófobo con la persona. Soy homófobo con el movimiento. Soy homófobo con la ideología.”

Cuando la minoría demagógica aspaventosamente se enarbola en un gesto de dignidad afrentada, a la vez que el auditorio de los bien pensantes espute sus aprobatorios parabienes, entonces, la perplejidad de cierto raro tipo de pensamiento autárquico puede dar por verificada la iluminación del cartel de los aplausos enlatados. El señor presentador Vázquez, sensible a lo desparejo por lo menos tanto como una aguja magnética, estimó que había sido oprobiado por el señor cocainómano Matamoros, y no pudo por menos que abandonar el foro de lo sutil común, el lugar acaso arcádico en el cual la posibilidad del contradiscurso se hospeda. Lo más autárquico del pensar, en un derramamiento más acá de la prohibitivamente circunscripta línea roja del decoro, es arrumbado a la cuneta de lo casi luctuoso. El residual recaudo de la subversión ya nada puede frente al alzamiento de la subversión subvencionada, que subitáneamente se metamorfosea en el ave heráldica de lo totalitario: de lo que no se puede hablar hay que callar. Merced a lo cual se postra la libertad de decisión sin necesidad de decidir; ello es la inviolabilidad de lo que es prohibido en el habla, el tabú que veda la multiplicación de los entes, al tiempo que obsta la eclosión de miembros disyectos. La retórica de la distancia, lejos de avecinar la revocabilidad del mutismo wittgensteiniano, con arreglo a la cual se transpondrían las tildes de lo obvio a lo obtuso; y lejos más aún de un disputablemente ventajoso nomadismo, bautiza la insularidad como una acreditación de casta. Connubio es la unión diádica que comparte un antagonismo; algo es innombrable en la medida en que impostergablemente urge el insumo de la palabra.