17 sept 2015

¿Cómo haremos para desaparecer? La escritura y los escritores (I): Marguerite Duras




“Se está solo en una casa. Y no fuera, sino dentro. En el jardín hay pájaros, gatos. Pero, también, en una ocasión, una ardilla, un hurón. En un jardín no se está solo. Pero, en una casa, se está tan solo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Y para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy. […] Comprendí que yo era una persona sola con mi escritura, sola muy lejos de todo.”[1]


Si bien la filosofía se ha beneficiado no pocas veces del influjo de la literatura, no ha ocurrido lo mismo en sentido inverso. Como disciplina perteneciente al abigarrado universo de las ciencias humanas, la filosofía se asemeja a una institutriz severa y malquerida, de esas que dicen tener mucho que enseñar, pero poco o nada que aprender. Ahora bien, la función reguladora de la actividad filosófica es una característica que sólo tiene legitimidad dentro de los exiguos círculos del pensamiento analítico. Más allá de éstos, por suerte, impera un saludable escepticismo. Ni las ciencias ni las letras ponen el oído atento cuando la filosofía profiere sus torpes reconvenciones, que a menudo llegan tarde y casi siempre con el pie cambiado. Los filósofos, en suma, nunca podrán determinar el objeto y la naturaleza de la escritura, porque los propios literatos son de todo punto, y felizmente,  ignorantes a este respecto. Se escribe no de otra suerte que para huir, y de aquí se siguen las desavenencias que, desde muy antiguo, han comprometido a ambas disciplinas. La espada de la filosofía no puede hendir el silencio, porque éste es tan inmune al desvelamiento, a la dilucidación, como la noche a unos ojos ciegos. 


Sentados estos preliminares, puedo dar cuenta de mis propósitos para este texto y los sucesivos. Me propongo recabar algunas reflexiones que los propios escritores han dedicado a su vocación, con el fin de comprender, por difícil que este cometido sea, el enigma tal y como es percibido por aquellos que se hallan atrapados dentro de él.  Marguerite Duras dice que escribir es un desangrarse, un sacrificio de tinta negra.[2] Empecemos por ella. 


            La soledad es una forma de la omnipotencia tanto como un atajo al delirio, y lo mismo cabe decir a tenor de la escritura, que no es sino la actividad propia de los dioses y los locos. Por norma general, la historia ha llegado eventualmente a descreer de tan romántica idea. Multitud de veces se ha dicho que el mundo es, amén de un pasatiempo encargado de ocupar nuestras mentes con las más absurdas distracciones, un hervidero del sinsentido, y esto por lo que toca a lo bueno y a lo malo, en la felicidad tanto como en la desgracia. El escritor no necesita el mundo porque, tarde o temprano, se convertirá en un creador de mundos. Por eso está solo. Porque la soledad y la eternidad son las contrapartidas del ejercicio creador, y los atributos de aquel que obra dicha creación. 


Duras, lejos de lo que pueda considerarse, es ajena a la afectación con la que algunos escritores hablan de la propia obra. La idea de que un escritor es como un dios borgeano, un ser omnipotente, pero marginado y desdichadamente eterno, no reviste ni un ápice de sentido para ella. Más bien, cabría sugerir que en su obra la soledad es un requisito de la escritura que obedece a causas, digámoslo así, pragmáticas y antropológicas. El escritor, en definitiva, se consagra a la escritura para huir del mundo, y por medio de este proceso, finalmente comprender dicho mundo, como si fuera necesario estar perdido para llegar a encontrarse. 


             “Un libro abierto también es la noche. Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué. Escribir a pesar de todo, pese a la desesperación. No: con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre.”[3]
 

El escritor no se reconoce en el mundo que le da cobijo: este es el destino retorcido de todo ser dotado de inteligencia. En lo que va dicho me he referido a la soledad. Soledad es aquello que resulta de la confrontación con el mundo, y de la constatación de su absoluta otredad. El desprendimiento que constituye la escritura, pues, es necesario en la medida en que no hay comprensión -y aquí cabría aclarar que comprender es tanto como exorcizar- sin alejamiento; del mismo modo que el sujeto nunca podrá comprender el objeto a menos que deje de concebirlo como una pertenencia. Lady McBeth dijo que para vencer al mundo, has de parecer como el mundo. Los escritores, sin embargo, están más cerca de la derrota que de la victoria, y  antes pertenecen al numeroso grupo de las víctimas que al de los verdugos. ¿Es la desesperación que acompaña a la soledad “una ventaja o un defecto”?[4], se preguntaba Kierkegaard ¿Y la noción de lejanía, es intrínseca o extrínseca al oficio del escritor? Se escribe porque es está solo, y se está solo porque se escribe. Estar solo, y por añadidura, estar lejos, son requisitos sin los que la actividad literaria no es dable. “Tan lejos de cualquier habla como lo desconocido de un amor sin objeto. Como el de Cristo o el de J.S. Bach: ambos de una equivalencia vertiginosa.”[5] Ahora bien, como ya he aclarado, esta retórica de la soledad y la lejanía no puede, en rigor, denominarse tal, por la sencilla razón de que escritura y mudo no se contraponen terminantemente, sino que coexisten en una relación de tipo dialéctico, salve que de especial naturaleza. La escritura acarrea soledad porque su principal propósito es experimentar el mundo en el mayor grado de intensidad posible. 


“Viviendo así, como le digo que vivía, en esa soledad, a la larga hay peligros a los que uno se expone. Es inevitable. En cuanto el ser humano está solo cae en la sinrazón. Lo creo: creo que la persona entregada a sí misma está ya atacada por la locura porque en el brote de un delirio personal nada la detiene.”[6]
 

No se trata aquí, únicamente, del tortuoso repliegue en la introspección. Esta maniobra es mucho más compleja que la figura del solipsismo. No en vano, los escritores se han preciado proverbialmente de conocer el mundo como pocos otros, pese a su constitutiva soledad. Si regresamos a la comparación entre filosofía y literatura, hallaremos que la relación de cada una de ellas con eso que llamamos mundo es harto distinta, no obstante algunas aparentes similitudes. Esa diferencia es, con frecuencia, reductible a la idea de que el filósofo está instalado en la soledad como consecuencia de concebir el mundo como una otredad que, o bien se posee, o bien se desdeña. El escritor, en cambio, sospecha de esta naturaleza inconmensurable del mundo, pero la acepta de buen grado, casi como un numinoso desafío, como el regalo que en puridad es.


[1]DURAS, M.: Escribir. Traducción al cuidado de Ana María Moix. Barcelona: Tusquets, 2009,  p. 15.
[2]Ibíd., p. 16-17.
[3]Ibíd., p. 31.
[4]KIERKEGAARD, S.: Tratado de la Desesperación. Traducción al cuidado de Carlos Liacho. Leviatán: Buenos Aires, 2004,  p. 23.
[5]DURAS, M.: op. cit., p. 21.
[6]Ibíd., p. 40.

14 sept 2015

Los debates políticos en España

Fue Rawls quien, hace varias décadas, llamó la atención sobre el hecho de que la repartición de la riqueza era una de las cuestiones prioritarias dentro de la agenda de problemas irresueltos de occidente. Ahora bien, en los últimos años, la economía y sus variamente problemáticos avatares se ha convertido en la comidilla de doctos y desinformados, de especialistas y figurantes, de tal suerte que los proyectos y los postulados políticos son tan corrientes como los escándalos deportivos. 

Ortega, pensador devirtuado por sus legatarios en una medida que roza la obscenidad, se quejaba de que la cultura nacional de la época adolecía de hacer pasar por idea con vigor de ley aquello que no es sino un tópico de café. Sabemos que España es un país de artistas circenses, de personajes folclóricos, de maulas y, en fin, de ladrones encorbatados con la inclinación al cacicazgo del Conde Romanones. Sabemos, pues, que vivimos en el país de los obreros de derechas, pero a menudo se nos oculta un hecho no menos relevante que nuestras tribulaciones políticas, y me refiero, claro está, al fenómeno consistente en la transformación de las discusiones políticas en espectáculos televisivos de dudoso gusto y aún más dudosa utilidad. O dicho, en fin, de otro modo: donde Habermas utiliza los conceptos de "deliberación" y "esfera pública", nosotros montamos una clown party que tiene por invitados de intachable pedigrí a algunos cuantos iletrados (eso sí, con voces de tenor y modales de contrabandista), y confíamos así en satisfacer las desnortadas inquietudes de eso que algunos llaman ciudadanía, un grupo indefinido de individuos más afectos a la cultura de la queja que a la verdadera reflexión. La esfera pública, cualquiera sea su composición y alcances en este nuestro país, esta integrada por personas sin ninguna capacidad para la reflexión y la prosecución de diálogos racionales y con menos voluntad aún de compromiso social. La telerrealidad política es, en este sentido, indistinguible del mundo nebuloso y alucinatorio de la prensa rosa. 

A nuestra política, en suma, le falta aire de ágora y le sobra hedor de farándula.

Un gran amigo me dijo una vez que la regeneración de España tendría que pasar forzosamente por la eliminación de Telecinco. Sus palabras no eran ajenas al humor, pero yo estoy empezando a considerar esta idea con total seriedad.