“Se está solo en
una casa. Y no fuera, sino dentro. En el jardín hay pájaros, gatos. Pero,
también, en una ocasión, una ardilla, un hurón. En un jardín no se está solo.
Pero, en una casa, se está tan solo que a veces se está perdido. Ahora sé que
he estado diez años en la casa. Y para escribir libros que me han permitido
saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy. […] Comprendí que yo
era una persona sola con mi escritura, sola
muy lejos de todo.”[1]
Si
bien la filosofía se ha beneficiado no pocas veces del influjo de la
literatura, no ha ocurrido lo mismo en sentido inverso. Como disciplina
perteneciente al abigarrado universo de las ciencias humanas, la filosofía se
asemeja a una institutriz severa y malquerida, de esas que dicen tener mucho
que enseñar, pero poco o nada que aprender. Ahora bien, la función reguladora
de la actividad filosófica es una característica que sólo tiene legitimidad
dentro de los exiguos círculos del pensamiento analítico. Más allá de éstos,
por suerte, impera un saludable escepticismo. Ni las ciencias ni las letras
ponen el oído atento cuando la filosofía profiere sus torpes reconvenciones,
que a menudo llegan tarde y casi siempre con el pie cambiado. Los filósofos, en
suma, nunca podrán determinar el objeto y la naturaleza de la escritura, porque
los propios literatos son de todo punto, y felizmente, ignorantes a este respecto. Se escribe no de
otra suerte que para huir, y de aquí se siguen las desavenencias que, desde muy
antiguo, han comprometido a ambas disciplinas. La espada de la filosofía no
puede hendir el silencio, porque éste es tan inmune al desvelamiento, a la
dilucidación, como la noche a unos ojos ciegos.
Sentados
estos preliminares, puedo dar cuenta de mis propósitos para este texto y los
sucesivos. Me propongo recabar algunas reflexiones que los propios escritores
han dedicado a su vocación, con el fin de comprender, por difícil que este
cometido sea, el enigma tal y como es percibido por aquellos que se hallan atrapados dentro de él. Marguerite Duras dice que escribir es un
desangrarse, un sacrificio de tinta negra.[2]
Empecemos por ella.
La soledad es una forma de la omnipotencia tanto como un
atajo al delirio, y lo mismo cabe decir a tenor de la escritura, que no es sino
la actividad propia de los dioses y los locos. Por norma general, la historia
ha llegado eventualmente a descreer de tan romántica idea. Multitud de veces se
ha dicho que el mundo es, amén de un pasatiempo encargado de ocupar nuestras
mentes con las más absurdas distracciones, un hervidero del sinsentido, y esto por
lo que toca a lo bueno y a lo malo, en la felicidad tanto como en la desgracia.
El escritor no necesita el mundo porque, tarde o temprano, se convertirá en un
creador de mundos. Por eso está solo. Porque la soledad y la eternidad son las
contrapartidas del ejercicio creador, y los atributos de aquel que obra dicha creación.
Duras,
lejos de lo que pueda considerarse, es ajena a la afectación con la que algunos
escritores hablan de la propia obra. La idea de que un escritor es como un dios
borgeano, un ser omnipotente, pero marginado y desdichadamente eterno, no
reviste ni un ápice de sentido para ella. Más bien, cabría sugerir que en su
obra la soledad es un requisito de la escritura que obedece a causas, digámoslo
así, pragmáticas y antropológicas. El escritor, en definitiva, se consagra a la
escritura para huir del mundo, y por medio de este proceso, finalmente comprender
dicho mundo, como si fuera necesario estar perdido para llegar a encontrarse.
“Un libro abierto también es la noche. Estas
palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué. Escribir a
pesar de todo, pese a la desesperación. No: con la desesperación. Qué desesperación,
no sé su nombre.”[3]
El
escritor no se reconoce en el mundo que le da cobijo: este es el destino
retorcido de todo ser dotado de inteligencia. En lo que va dicho me he referido
a la soledad. Soledad es aquello que resulta de la confrontación con el mundo,
y de la constatación de su absoluta otredad. El desprendimiento que constituye
la escritura, pues, es necesario en la medida en que no hay comprensión -y aquí
cabría aclarar que comprender es tanto como exorcizar- sin alejamiento; del
mismo modo que el sujeto nunca podrá comprender el objeto a menos que deje de
concebirlo como una pertenencia. Lady McBeth dijo que para vencer al mundo, has
de parecer como el mundo. Los escritores, sin embargo, están más cerca de la
derrota que de la victoria, y antes
pertenecen al numeroso grupo de las víctimas que al de los verdugos. ¿Es la
desesperación que acompaña a la soledad “una ventaja o un defecto”?[4],
se preguntaba Kierkegaard ¿Y la noción de lejanía, es intrínseca o extrínseca
al oficio del escritor? Se escribe porque es está solo, y se está solo porque
se escribe. Estar solo, y por añadidura, estar lejos, son requisitos sin los
que la actividad literaria no es dable. “Tan lejos de cualquier habla como lo
desconocido de un amor sin objeto. Como el de Cristo o el de J.S. Bach: ambos
de una equivalencia vertiginosa.”[5] Ahora
bien, como ya he aclarado, esta retórica de la soledad y la lejanía no puede,
en rigor, denominarse tal, por la sencilla razón de que escritura y mudo no se
contraponen terminantemente, sino que coexisten en una relación de tipo
dialéctico, salve que de especial naturaleza. La escritura acarrea soledad
porque su principal propósito es experimentar el mundo en el mayor grado de
intensidad posible.
“Viviendo así, como
le digo que vivía, en esa soledad, a la larga hay peligros a los que uno se
expone. Es inevitable. En cuanto el ser humano está solo cae en la sinrazón. Lo
creo: creo que la persona entregada a sí misma está ya atacada por la locura porque
en el brote de un delirio personal nada la detiene.”[6]
No
se trata aquí, únicamente, del tortuoso repliegue en la introspección. Esta
maniobra es mucho más compleja que la figura del solipsismo. No en vano, los
escritores se han preciado proverbialmente de conocer el mundo como pocos otros,
pese a su constitutiva soledad. Si regresamos a la comparación entre filosofía
y literatura, hallaremos que la relación de cada una de ellas con eso que
llamamos mundo es harto distinta, no obstante algunas aparentes similitudes.
Esa diferencia es, con frecuencia, reductible a la idea de que el filósofo está
instalado en la soledad como consecuencia de concebir el mundo como una otredad
que, o bien se posee, o bien se desdeña. El escritor, en cambio, sospecha de
esta naturaleza inconmensurable del mundo, pero la acepta de buen grado, casi
como un numinoso desafío, como el regalo que en puridad es.
[1]DURAS, M.: Escribir. Traducción al cuidado de Ana María Moix. Barcelona:
Tusquets, 2009, p. 15.
[2]Ibíd., p. 16-17.
[3]Ibíd., p. 31.
[4]KIERKEGAARD, S.: Tratado de la Desesperación. Traducción
al cuidado de Carlos Liacho. Leviatán: Buenos Aires, 2004, p. 23.
[5]DURAS, M.: op. cit., p. 21.
[6]Ibíd., p. 40.