27 ene 2014

Ilustración farcesca


En calidad de ironista, Cervantes no halla paralelo en toda la historia de la creación. Y por una tan confundente locución de ideas, historia y creación, no entiendo sino el relato de los relatos, la crónica de las narraciones. Schlegel declara que el ejercicio irónico es equivalente a seguir los meandros de una parábasis permanente, es decir, a relatar cabe el relato. Pero verosímilmente principiemos por el origen. Las trazas de Sócrates, sean estas ilusorias o más bien veraces, son difíciles de registrar. He aquí el por qué maravilloso del asunto: Sócrates, en la voz de Platón, deja de ser irónico, y sin embargo, nunca lo es más cuando se le deja al arbitrio confuso de la ficción. O dicho, en fin, de otro modo: la ficción que en efecto dimana de la maniobra ficcional de Platón, y que la posteridad ha dado comúnmente en llamar Sócrates, es tanto más irónica cuanto que Platón desaparece. De aquí que yo siempre haya preferido el socratismo de Aristófanes al platónico. Porque los humoristas, el eslabón primitivo en el linaje de la ironía, siempre permiten que el humor hable, mientras ellos callan. En lo atañedero al humor en literatura, esta breve entrada no podría reputarse completa a menos que aluda al paradigma del ingenio ilustrado. Son legión quienes abrigar la equivocada idea de que la Ilustración fue época parva en el capítulo de la farsa. Pues bien: tal cosa está sobradamente lejos de ser cierta. Farcescos como pocos otros fueron Swift, Sterne o el propio Voltaire. Tal vez la gran filosofía haya errado la mirada en su búsqueda de una continuación al proyecto ilustrado. La hipertrofia de la razón que se piensa a sí misma encuentra su necesario contrapunto en el humor ilustrado. El continuismo de la Ilustración será volteriano o no será.

23 ene 2014

La ruina del mandarinismo



Samuel Butler, atrás en el tiempo no menos de un siglo, declaraba que la afectación es el veneno del estilo y que, por tanto, sólo hay algo como buena prosa allí donde encontramos comedimiento, elipsis, sobriedad. La historia del estilo en literatura se resuelve en la disputa entre el vernáculo y el mandarín, según la conocida denominación de Connolly. Nuestra época, sin embargo, es refractaria a este distingo. A salvedad hecha de ciertos casos marginales, los autores emergentes de hoy escriben en un lenguaje hijo del periodismo y el telegrama, aun cuando su mundo intelectual caiga bajo el signo de una nueva forma de erudición descontrolada. O dicho, en fin, de otro modo: la escritura de hoy es menos un lenguaje integrado que un efecto concomitante y sobrevenido. Esto es tanto como decir que quienes hoy escriben lo hacen condicionados por variables extrañas a la literatura misma. No faltarán quienes piensen que esta afirmación es una perogrullada, dado que desde siempre ha acontecido que la época es el condicionamiento, y el lenguaje todo cuanto es posible dentro de él. La escritura, pues, no hace sino acomodarse al tiempo linguístico que le corresponde. Y, merced a esta lógica, los vaivenes del tiempo no irían en desmedro de ella, ya que siempre hay lugar para la creatividad, incluso en el reducido espacio de un tweet. Ahora bien, la idea de que la expresividad no se depaupera, sino que sólamente se transforma, es harto engañosa. Los cambios nunca son inocuos, y así como la economía vira hacia la austeridad y la pobreza, también puede hacerlo el lenguaje. Cabe, además, impugnar el anterior razonamiento por otros motivos. No es claro que siempre se escriba con arreglo a lo que la época dicta. A menudo sucede lo opuesto: un lenguaje, un estilo, configura una época. Mucho me temo que la dificultad para dirimir esta cuestión se halle en este punto indeterminado. Hemos descuidado las palabras a merced del tiempo, y ahora somos ayunos de ellas hasta el punto de no poder dominar dicho tiempo.

La ruina del mandarinismo literario consiste en que sus profanadores no tienen nada con que construir luego de la destrucción.

15 ene 2014

El canon de ensayo, Harold Bloom.


Quienquiera que conozca aceptablemente mis caprichos librescos, sabrá que a Harold Bloom le profeso una admiración punto menos que inmaculada. Y digo punto menos porque, de tiempo en tiempo, he ido advirtiendo en los libros de este autor algunas cuantas iconsistencias que merece la pena traer a discusión aquí. Hace mucho tiempo, escuché decir a Félix de Azúa que los pronunciamientos de Bloom eran valederos sólo en el ámbito de la literatura inglesa y que, por tanto, su ordenación canónica adolecía no sólo de una parcialidad fruto de la predilección, sino de graves desconocimientos que no pueden ser achacados sino a un evidente déficit de lecturas. Nada o menos que nada cabe reprochar al buen Bloom, no obstante. Sabemos que tanto como para agotar los libros no viviremos. De modo que vaya sin más dicho que estas observaciones mías las hago constar como mera curiosidad. Descubramos, pues, si hay ley en la educada reconvención de Azúa. 
Soy muy amigo de las relecturas improvisadas. Encuentro que retomar un libro ya concluido, y desvestirlo al azar, es un pasatiempo que puede deparar grandes regocijos de la memoria. Hoy, sin ir más lejos, he estado revisando el canon de ensayo de Bloom. Y he aquí que me he topado con algo que en principio creía imposible. Pero procedamos ordenadamente. El libro recoge veinte artículos breves, cada uno de los cuales aborda un autor de indistinta procedencia o época. El formato, salve que muy remotamente y en una suerte condicionada por los rigores mercantiles del fenómeno editorial actual , recuerda a las vidas de poetas ingleses de Johnson. Pues bien: de ese número total mencionado, más de sus tres cuartas partes corresponden a escritores en lengua inglesa, ya que no siempre británicos de nacimiento. Pero más sorprendente aún que este desajuste me resultan las omisiones que se siguen de él. Por ejemplo, Voltaire, sin nigún género de dudas uno de los mejores prosistas que Europa ha conocido en toda su historia, no figura siquiera como referencia marginal en el índice onomástico. Bien mirado, tal vez este desplante no deba cogernos desprevenidos, dado que monsieur Voltaire ha sido desde antiguo el antagonista, tanto por lo que toca a su estilo, como por lo que toca a su talante, de los grandes maestros dieciochescos de las letras inglesas. En el fondo, Bloom privilegia el mandarinismo y adjudica a la inadvertencia a los autores diáfanos. Donde yo diría Séneca, el dice Cicerón, y de aquí que haya tanta prolijidad con los Ruskin, Pater, Boswell, et al. Estoy lejos, sin embargo, de sostener que Voltaire sea superior a Johnson, no en vano yo siempre he defendido al segundo frente a las muchas acusaciones que tan a menudo penden sobre él. ¿Y la inclusión de Pascal, o como decirlo, Scholem? Lo primero se explica y se consiente en la medida en que Montaigne también aparece, y la recensión que a cada quien concierne es una comparativa de su contraria. Como es natural, Pascal aparece retratado cuán segundón fue. Lo de Scholem, el hebraísta y confesor de Benjamin, no puedo explicarmelo con arreglo a ningún criterio de mínima rigurosidad, salvo por el hecho de que Bloom tenga orígenes judíos y haya dedicado en su obra algunos momentos a analizar la relación que esta cultura guarda con los textos y la escritura (así, el susodicho capítulo es una breve historia de la Cábala, y no una ponderación de las cualidades ensayísticas de Scholem). Por último, quisiera destacar que, aun cuando los autores espigados son bastante representativos de la tradición inglesa de ensayo, incluso en este reducido campo podrían cursarse rectificaciones. Tenemos a Dryden, pero no a Addison; tenemos a Hazlitt, pero no a Lamb, tenemos a Carlyle y Ruskin, pero no a De Quincey, tenemos a Huxley, pero no a Eliot. Lugar para conclusiones no hay sino el que le pueda caber a todo canon que se precie: la discriminación va en paralelo con la omisión. Por eso nos complace tanto Bloom, porque es un lector tan antojadizo como cualquiera.

9 ene 2014

El joven Schopenhauer


En loor de la célebre biografía que Safranski dedica a Schopenhauer es mucho cuanto cabría decir, y sin embargo, reputo en grado sumo condecorable el modo como aquél analiza el periplo formativo de éste. Son ya varios años los que hacen desde que mis ojos fatigaran el libro de marras, si bien difícilmente podría olvidar la interpretación en que Safranski incurre a la hora de tratar el conocido viaje europeo de Schopenhauer y su padre, aventura acerca de la cual el propio filósofo da crónica con una lucidez intelectual de todo punto insólita, más aún cuanto que aquel a quien leemos es un niño de apenas quince años. Buena prueba ello es el testimonio relativo a los criminales aherrojados en una galera. De la evocación de Schopenhauer a dicho respecto se desprenden dos cosas: como en pocos otros casos, se cumple en Schopenhauer el adagio fichteano de que todo filósofo filosofa con arreglo a lo padecido, y por tanto, no es de extrañar que la metafísica de la experiencia del autor trocara en una suerte de teodicea invertida. Ahora bien: el corolario, o por mejor decir el cauce articulador de todas estas incipiencias no es el hinduismo, como hay quienes erronéamente creen, sino la influencia de dos personajes tal vez periféricos para algunos, pero definitivamente no omitibles para un filósofo escrupulosamente informado. Aludo, es claro, a Wackenroder, de quien asimiló la idea de la música como absoluto inmaterial del arte, y a Matthias Claudius, pietista con ciertos resabios fúnebres que no dudo en flirtear con el nihilismo de Kleist y de quien puede decirse que, si Nietzsche dijo de Schopenhauer que era su educador en la tercera Intempestiva, éste habría podido decir algo parejo de Claudius.

8 ene 2014

A propósito de un libro de Blanchot



Recientemente me ha caído en suerte la faena de releer una obra afamada, de cuya primera inspección albergo tal vez un recuerdo tanto más difuso cuanto que la obra misma es sobremanera difusa, así se la juzgue de tratado crítico, o así como un ejercicio de metafísica literaria. “El espacio literario”, de M. Blanchot, es una obra tan pronta a despertar enemistades como a desflorar el capullo frágil de la fascinación. Mucho temo que acogernos a uno u otro fuero dependa de una diminuta apreciación. Este es un libro que no ha de recorrerse con ojos teoréticos, sino con la benevolencia que nos arrebuja allí donde solo esperamos de la lectura que nos depare simple y previsible perplejidad. Primero de todo, a duras penas puedo reprimir una mención a Heidegger cuando sobrevuelo las páginas de este libro. En él se prodigan con incontenida liberalidad elementos del Heidegger posterior a la Khere, y ello empantana la lectura en un grado tal, que a menudo parecería como si nos halláramos frente al oráculo de Delfos. El tono oracular del autor, su forma de empañar el análisis literario de incomprensible metafísica, es un anatema contra la propia literatura. Es claro: se trata de un conspicuo ejemplo de hermenéutica francesa fatalmente usurpada por la jerga del ser. No hay ningún ser emboscado en el texto, ni presencias espectrales, tampoco un yo escrito con mayúsculas: sólo hay la posibilidad del placer. Donde debiera constar un escudriñamiento estético o caracteriológico relacionado con ciertos fenómenos agonísticos o intertextuales, encontramos en sustitución un denso cuerpo de ambages oscurantistas, invocaciones del ser por medio del lenguaje, espacios metafísicos que nadie habría sospechado hallar entre esas dos sobrecubiertas que descansan en las manos. Me permito ahora unas palabras postreras a guisa de conclusión. No me cuento entre aquellos que reclaman para la crítica literaria un modelo enteramente desligado de las disquisiciones filosóficas, y sin embargo, sí estoy convencido de que cuanto es menester decir acerca de un texto casi siempre radica en el texto mismo, y que toda ulterior injerencia, de especial manera las metafísicas, no son sino sobreañadidos que sólo habría que frecuentar una vez hemos saboreado el texto. Para, de tal suerte, tenerlos en escasa ponderación. Personalmente, siempre que alguien airosamente invoca la palabra hermenéutica, me resguardo de ciertos equívocos divulgativos. No es desaconsejable, pues, incurrir en una distinción que atañe a este concepto en su misma raíz. Hay la hermenéutica del objeto textual, que lo interpreta e intenta extraer de él un significado o, en su defecto, muchos posibles. Pero hay también una hermenéutica que se postula enemiga de la objetividad no-textual, y que apela a la “interpretación” simplemente como descargo cuando lo que se trata de interpretar es un abultado sinsentido. Pongámoslo en palabras llanas: a mi juicio, nada o menos que nada tiene que ver interpretar a Shakespeare, con interpretar el “habla del ser”. La hermenéutica se cifra mucho antes en la comprensión del ideograma de Yago, que en responder a interrogantes conceptuosos e infecundos del tipo qué significa significar.