3 sept 2013

VLADIMIR NABOKOV O VINDICACIÓN DEL ESTETA


For Paula from The Captor. 






De la lectura industriosa de la filosofía primero, de la fruitiva literatura después; y en fin de todo ese caudaloso adiestramiento libresco que con tanta frecuencia comporta el hundimiento en perplejidades y tonificadoras paradojas, no he conquistado otra cosa en medro de mi experiencia que el reconocimiento de que a la ficción le compete no tanto reformar el mundo; ese diorama fatal tan repleto de cosas obtusas, como hacer del mismo un lugar habitable y temperado por la existencia de cautivantes engaños:

“Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza siempre nos engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilusión prodigiosa y compleja de los colores protectores de las mariposas o de los pájaros, hay en la Naturaleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza. Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro y como encantador. Un buen escritor combina las tres facetas; pero es la del encantador la que predomina y la que le hace ser un gran escritor.” (NABOKOV, V.: Curso de literatura europea. Traducción al cuidado de Francisco Torres Oliver. Barcelona: Zeta, 2009, 1ª ed., pág. 31.)

No admitiría confutación alguna el hecho de que, desde el más temprano momento en que alcanzo a tener cumplido recuerdo de haber frecuentado a Nabokov, he ido ratificando que sobre él obraban los anatemas y amonestaciones de quienes fracasan en la tarea de conjugar cabalmente los fenómenos de la popularidad y la genuina grandeza; como si aquélla, dirían estos, fuera el grillete que de tiempo en tiempo vendría a desbaratar la ocasión de que ésta se manifieste cuán irrepetible es, como la dádiva huidiza que es. Así sea, me sería dado espetar a mí, habida cuenta de que no son tan pocos como para desestimarlos los casos en que la fama es un ardid de la domesticidad antes que la justa concomitancia de la excelencia, al igual que tampoco faltan ocasiones en que la grandeza adviene y se desparrama sobre el mundo sin que tras de ella coletee un reguero de aplausos; de lo cual sin duda es testimonio la figura del autor postergado en su tiempo y rehabilitado por la contemporaneidad; sí, todo ello me sería dado espetarlo si no fuera porque, así como existen ejemplos probados de inmotivado acoplamiento entre popularidad y grandeza, o bien de cruda dislocación entre ambos, así también existe el milagroso instante, bien que rara vez indiscutible, en que estos dos títulos se codicen sin que una contradicción o distorsión del juicio entre en pugna por el medio. Es por demás cierto: tal armonía no es sino raramente frecuente, y es si cabe más difícil aún que el suyo sea un consenso a que por igual se acojan ayunos y doctos. Nada puede en desmedro de la grandeza de Shakespeare la popularidad de Shakespeare, conque, salvando las distancias, sería errada idea la de suponer que por haberse Nabokov granjeado los parabienes del gran público, su narrativa fuere la comidilla de los contentadizos hurones que sólo de clichés y lugares comunes necesitan para terminar ahítos, de modo que cuando de una mala suerte voy a topar con un coleccionista de obscuridades y martirologios literarios y éste juzga como “típica” una obra de la altura y singularidad de Lolita (1955), obra que no obstante me veo precisado a admitir ha sido por muchas vías objeto de sensacionalismo, no dudo en barruntar que, por un lado, me hallo frente a un lector desatento o peor aún enceguecido por la sed de rarezas; o bien que, por otro lado, se trata de un lector que abiertamente no lee y que conmuta su ligereza como lector por una parejamente ligera levedad como opinador. Ya se sabe que, desde luego, no hay libro que con más liberalidad nos permita pronunciarnos que aquel que no hemos leído. 

Y ahora, si se me disculpa esta aventuro que para muchos desquiciante ceremoniosidad, abro paso al cometido de que querría ocuparme en este nuevo artículo, que, lejos de constituir una postulación en pro del rango canónico de Nabokov; como ocurriera en el artículo acerca de Pynchon, en respaldo de la cual sería mucho cuanto habría que decir, y me temo que mucho más aún cuanto habría que desdecir y desbrozar, más bien consistirá en una vindicación por la figura del esteta indomeñable, figura que se hace con ejemplaridad carne en este literato ruso, quien, amén de un novelista de elegancia y alcurnia como muy escasas veces se encuentra, es un lector redomado y por ende un crítico literario de refinada catadura. 



En el ocaso del siglo diez y nueve, ese instante cenital que puso término a tantas cosas tanto como dio a nacer a numerosas otras, nace en San Petersburgo Vladimir Vladimirovich Nabokov, en el mullido y recoleto seno de una familia próxima a la aristocracia rusa, no en vano ni bien desde el S.XVIII los Nabokov habían ejercido en la ciudad cargos de renombre militar y gubernamental. En su venida al mundo hay lugar para una feliz constelación de sucesos eméritos, acerca de los cuales a duras penas uno podría escatimar una mención, dado que los mismos comprometen a otras dos personalidades muy caras al espíritu de este blog; a saber, en el año de 1899 son nacidos Nabokov y Jorge Luis Borges, y sólo un año más tarde, en el 1900, justamente allí donde el impronosticable siglo veinte alboreaba, es finado Friedrich Nietzsche, otro paladín estético que vivió y murió por mor de la creación artística. Pero, como iba diciendo, muy a la redonda de los hechos brutos, de nuestras pobres y frías cronologías, en ese alrededor en que cabrillean las ráfagas poliaromáticas de la fantasía, justamente allí donde la memoria involuntaria huelga y se regocija, en ese jardín diseminado de divanes y paraguas regados en colores de perla y nácar por la multicentelleante luz solar; en ese lugar arcádico en que bogar deliciosamente al rebufo de un libro, me imagino yo a Vladimir, chico desgarbado y con ojos de incalculable osadía, aprendiendo francés e inglés de la mano de una rijosa y sonrosada institutriz, fatigando renglones memorables e ingenios adjetivales, embebiéndose de los efluvios enloquecedores del lepidóptero y la siempreviva, internándose en ese mundo más allá del sentido común en que moran las criaturas aleteantes, y, en suma, experimentando, por primera vez y en carnes propias, las fantabulosas incitaciones que sólo el mundo en su sobrehaz estético puede procurar. Tal vez el lector no alcance, por el momento, a discernir de qué modo podría servir este preámbulo biográfico al fin en que aquí me empeño, sin embargo, solicito como siempre hago cierta provisión de paciencia de su parte, en la suposición de que, así como ocurre con las obras filosóficas, cuyos contenidos últimos son en buena medida el florecimiento irreprimible de la naturaleza no tanto intelectual, cuanto también temperamental de su autor; de igual modo ocurra aquí que este perfil ayude a caracterizar las posiciones estéticas en que el Nabokov maduro pudo afincarse.   

Conque así fue que escasamente antes de los diez años, Vladimir ya había tenido noticia, dudoso es concluir si una exhaustiva o una nada más que referencial, de Madame Bovary, cabe conjeturar que por cuenta de las mentadas institutrices. Antes de frisar la tierna edad de los once años había leído a su entero albedrío Guerra y paz, y desde esta su precocidad con el maestro de maestros ruso, no cejó en su empeño por atesorar y participar de esta magistral literatura nacional, y de ello son buena prueba, amén de todas las obras del así llamado “período ruso”, las lecciones que el autor impartiera en las universidades de Stanford, Wellesley y Cornell en los años cuarenta y cincuenta. Nabokov concluyó los estudios secundarios en el instante en que todo un mundo tocaba a su fin; el mundo sólo superficialmente acendrado que antecedió a las convulsiones políticas del siglo veinte. Como consecuencia de la revolución rusa, el autor abandona su patria en el año de 1919, y se dirige a Cambridge con el propósito de cursar allí estudios universitarios en literatura. Ahora bien, dado lo anterior, no iría en menoscabo de esta semblanza biográfica el que yo me arrogara la salvedad de sumar al complejo ficcional nabokoviano alguna otra distorsión de personal factura, y de una guisa tal fabulara, como ya pude hacerlo con sus años juveniles, con esta etapa universitaria; de modo que si quien leyere accediera a prestar su poco depósito de asombro al objeto de mis fantasiosos merodeos, hallaría que aquellos años yo me los represento colmados de enriquecedor esparcimiento, con nuestro autor trasegando toda imaginable literatura, practicando deportes, soñando a ser un elegante boxeador, cortejando a jovencitas varias pero de parejo encanto, cometiendo modismos bravucones y, por mejor abreviar, experimentado la vida prometida a todo aquel capaz de acecharla con la visión prismática de un catalejo multicolor. “El arte de escribir es una actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el sustrato potencial de la ficción”, dice nuestro autor. En los primerizos años treinta se aposenta temporalmente en Berlín, donde pudo por fin dar a estampa algunas cuantas obritas bajo el esquivo nom de plume de V. Sirin. Luego de esta fugaz etapa berlinesa, el escritor hallará estadías sucesivas en París y Estados Unidos; país este último que finalmente lo acogerá como profesor de literatura en varias universidades. En la década de los sesenta, y en parte como hecho resultante del éxito urbi et orbi de Lolita, Nabokov dispone abandonar la docencia en la previsión de una mejor y más sosegada calidad de vida, y así las cosas fijará su residencia en Montreux, donde residirá junto a su inseparable Véra hasta el último de sus días.  

Sin duda Nabokov debió de ser un chico cuyo espíritu marchaba libre y desembarazado por las praderas de la imaginación, y a fuer de todo lo plasmado en Habla, memoria (1966), nada impide suponer que aquellos sus años juveniles de tanta permeabilidad para con todo cuando era deleite estético y sensualista, debieron de operar sobre el joven como un aprendizaje propiciatorio en lo que serían sus ulteriores desempeños. Ahora bien, qué aspectos de esta retozona autobiografía son entera y positiva verdad, y cuales otros son, en cambio, cosecha adulterada por cierto saludable género de sublimación ficcional, es hecho que desde luego no está exento de cuestionamiento, y sin embargo, que hayan ocurrido tales o que éstos sean por entero producto de la autoficción, ninguna importancia reviste si de lo que se trata es de penetrar en el universo de embrujos y artificios que el propio literato orquesta en torno a sí, dado que, como artífice que en puridad es, éste está en mucho de cuanto dice obedeciendo a su personal imperativo demiúrgico obligado al ejercicio de la reconstrucción creativa. Mas, aún cuando éstas fueren disquisiciones y argucias literarias que bien pudieran dar pie a no escasas averiguaciones de carácter crítico, debo sin embargo cometer un aplazamiento para con ellas y enfilar rectamente cual es mi cometido al efecto de este excurso, a saber, ser el proponente a riesgo propio de una teoría general de la actitud estética. Hallémonos ahora, me temo, frente al nudo gordiano de esta, llamémosla así, pesquisa biográfica. Tal vez sorprenda saber que quien aquí ensaya no es tanto un observador imparcial cuanto alguien que espera poder ilustrar ciertas cosas acerca de sí mismo mediante la alusión a un ejemplo aleccionador; y quien de tal manera procede, me encuentro en la necesidad de apuntar, no hace sino explicitar aquello que otros a toda costa quisieran entreverar con el falsario ropaje de la imparcialidad criteriológica. En uno son siempre los propios anhelos los que filosofan; y, a salvedad hecha de algunas acrisoladas, y por lo mismo aburridas, excepciones, ¿quién tan bien como los filósofos y los literatos podría reconocer que todo concepto es fruto de la intimidad, que todo sistema tiene algo de antojadiza emergencia personal? Ya sin posible enmienda soy culpable de una promesa teórica, y dado que conculcarla sería cosa asaz indecorosa, no puedo menos que cursar voto de concisión y acometer mi tarea sin admitir ulterior demora. Consideremos, de conformidad con cuanto es de curso corriente en la filosofía contemporánea, si acaso la estética no es una demarcación de sentido como existen tantas otras posibles. No está de sobra ahora, empero, que pongamos el oído atento sobre el cuerpo trivial de este aserto, toda vez que, sobre él tanto como sobre cualesquiera otros pronunciamientos con tan poca definición de aristas, pende el signo verbal de la ambigüedad. No es inhabitual que, allí donde se conjuga la posibilidad de demarcaciones de sentido, seguidamente se aparezca no sólo la pregunta acerca de su compatibilidad, sino también aquella otra que inquiere por el valor cognitivo de cada cual. En este instante dado nuestro modo de ver debe más que nunca manejarse por el cómodo carril de la cautela. Se echa de ver a las claras que de la posibilidad de una demarcación no se infiere, con categórico vigor de ley, la autenticidad y legalidad cognitiva de sus contenidos. Quede en firme sentado, entonces, que cuando con tenor amistoso he aludido a la multiplicidad de demarcaciones, meramente he animado significar que ninguna a despecho de las restantes puede erigirse en dominadora sin incurrir en tiranía, y que, por ende, lo que tienen de posible nos sugiere que su condición es pari passu la de una siempre insuficiente verdad. Parecería, a juzgar por tales últimos rodeos, que uno quisiera depotenciar el valor de la estética, y sin embargo, nada tan lejos como esto de cuáles son mis propósitos.

Convengamos en el valor cognitivo de la estética, mas no así en la exclusividad inconmensurable del susodicho. Ahora bien, nada de desaconsejable tendría que, tras de haber convenido tal, no sin antes haber arrojado sobre todo ello la luz favorable de la cautela, propendiera en cierta precisión con título y credenciales decididamente filosóficos; y cuando con voluntariedad invoco a la precisión, lo hago sin duda con el fin de auténticamente afinar la entonación allí donde por lo común son sólitos los equívocos e inexactitudes que, sólo después de haber allanado el camino por medio de gruesos brochazos, se introducen a menudo subrepticiamente en el cuerpo del conjunto, haciendo pasar por matización positiva aquello que, en rigor, no fue sino una ausencia de fijación resultante de la voluntariosa flexibilidad del ensayista. Diría, pues, y encuentro que quien así dice está siendo mucho antes benefactor que detractor de la estética, que ésta, aun cuando su valor cognitivo y su sentido hayan quedado libres, por cuanto toca al menos a los propósitos divulgativos de este ensayo, de todo cuestionamiento, no puede seguirse de ello que por caberle un sentido intensificador del mundo le debe caber en recta consecuencia un cometido teleológico o aun una labor misional para con el susodicho mundo. De aquí que, cuando Harold Bloom, de quien se ha dicho injustamente y con no poca frecuencia que era un crítico literario más reaccionario de lo que al suponer de muchos cualquier época podría tolerar, se manifiesta refractario a atribuir a la literatura un sentido último y edificante, uno debe cabalmente conceder que acerca de lo que de tal modo se nos quiere prevenir es no tanto la creencia en la acendrada y ociosa inutilidad del arte, cuanto la inclinación, verdaderamente obstinada, consistente en despojar al arte de su finalidad intrínseca, para, de pronto, expelerla lejanamente en pos de quién sabe qué descabellada causa ideológica. Tal cosa, y claro está me refiero a la subsunción de las faenas artísticas a un propósito ideológico, es una de las fantasías más módicas y burdas que existen y no me hago solidario de lo que otros han pensado bajo estos borratajos verbales. Pero comoquiera que este artículo va ya muy ahogado de envergaduras, expeditamente voy a enumerar el conjunto de mis postulados finales, de cuya ejemplaridad humana no menos que obra, insisto, es encarnación Nabokov. Aventajo una disculpa a causa del pobreteo de oraciones telegráficas. (I) El arte es una actividad intrínseca dadora de sentido, (II) no obstante lo cual, su sentido no es sino el del consuelo metafísico; (III), de donde se sigue que, toda vez que al arte se lo embarque en dislates ideológicos; esté estará sufriendo un malogramiento de su misma esencia. (IV) El arte no encierra paideia misional alguna más que la de temperar la finitud y embellecerla. (V) Y sin embargo, el arte no ilumina nada, sino que tan sólo nos rinde el provecho de operar como una topología de la ambigüedad y las tinieblas. (VI) El embellecimiento de que éste pueda ser portador, es vecino con la voluptuosidad antes que con la idealidad. (VII) De aquí que el arte acostumbre de ordinario no tanto la fabricación de buenos ciudadanos, cuanto de unos ambiguos. (VIII) El mensaje del arte, si acaso este aserto es lícito, dado que un artista no es un mensajero, sólo puede ser la elusividad del mensaje. (IX) El arte, por tanto, es cosa que va contra la identidad, la fijeza, el acomodamiento del sentido.