Es
ley cumplida entre los acólitos de la gran filosofía, de quienes, usualmente,
se hace presa el embeleso de lo sistemático, y, para quienes sólo es digno de
encomiástico asombro el castillo que se iza en el aire sin más aparejo que la
conceptuosidad glacial de lo absoluto, la detección de una fractura
irrestañable entre literatura y filosofía, siendo aquella damnificada de
inhábil para el desentrañamiento de lo real, por cuanto su aptitud es “el mero
relato”, y ésta glorificada como el pensamiento manumitidor de los enigmas del
mundo. Ahora bien, si pese a todo aún alguien se cuenta entre los reluctantes a
este secesionismo, por remota que ésta posibilidad se antoje a los ojos de la
contemporaneidad, entonces, ese alguien conjetural sumaría su venia a la idea
de que la historiografía de lo fantástico se delata en la culpable omisión de
los insospechados y mayores maestros del género: “¿qué son los prodigios de
Wells o Edgar Allan Poe –una flor que nos llega del porvenir, un muerto
sometido a la hipnosis- confrontados con la invención de Dios, con la teoría
laboriosa de un ser que de algún modo es tres y que solitariamente perdura
fuera del tiempo?” (Borges).
Ese por medio de quien la impersonalidad empírea de lo
natural se transubstancia en letra, ese cuya nombradía es intraducible a la
carne inerte y fría de lo biográfico, ese irreproducible rubricista encrucijado
entre la mitografía y la escritura sacra, Homero, insuperado hacedor de mundos,
voz de cuantos tiempos sidos quepa cuantificar, tuvo su invención magna no en
Aquiles, sino en Virgilio. Johnson fue genio trascendido a leyenda por el
concurso de Boswell; Sancho Panza frisó el topos
uranus por lo menos tan de cerca como los prolijos filósofos de la aetas kantiana; Gibbon, en su Decline and Fall, abovedó de épica
aquello hasta entonces opacado por el rigor formulario de la historia; un
mochuelo olímpico ahijó a Hegel como objeto de su musa; Aguéiev
son siete letras jeroglíficas que pretextan un libro nacido de sí mismo. “Passé ou fiction; fiction parce qu’est passé”
(Michon); la suspension of disbelief
coleridgeana juzgaría indistinguible a Nietzsche del profeta y poeta de la
serpiente y el águila (símbolos del Ewige Wiederkunft en observación de
Martin Heidegger), Zaratustra.
El
estatuto ficcional en que, a cada vez fallidamente, vendría a cristalizar el
límite membranoso y lábil de la verdad determina a ésta misma como
inespecífica: Aladino existió tanto o tan poco como Hitler. Toda la
procrastinación de los milenios humanos es reductible al deseo deflactor y
digresivo de la ficción: quien versifica que de “plata es la luna, / las
estrellas oro” sólo puede coronar su declamación penando: “basta que dé la
tierra sepultura” (Quevedo).
Sea
así que quizá Jorge Luis Borges haya sido adjudicado a la posteridad como el
adalid a través de quien la wille zur
Fiktion ha encontrado predicamento, profesión, y cultivo, en cuya ubérrima
superficie pacen vacas sagradas tan impares como Foster Wallace o Pierre
Michon. Las parábolas del bonaerense, estatuye cierto infelizmente desusado
autor,
“narradas
casi al desgaire, como antienfáticamente y siempre desde un prisma sosegado y
paródicamente erudito, no llegan a ofrecer una evaluación –menos aún un
cauterio- a las malandanzas contemporáneas, sino más bien un experimento
imaginario que nos permite circundarlas por su lado menos desolador pero
mentalmente más estimulante: la fullería traduce la metafísica, la detectivesca
-en el cuento jasídico de La brújula y la
muerte- incursiona en la teología y la criptografía, el comentario engulle
a la novelística… […] No es que las verdades metafísicas se revelen en el
juego, sino, antes bien, el hecho de que Borges se sirva del juego para
hospedar ideas conceptualmente macizas. En la fricción eléctrica entre dos
dominios acaso inconvenibles, encontramos el chisporroteo entre la idea y su encarnación,
entre la manifestación elevada y su ilustración popular. La escritura borgeana,
presentada así, es una operación estrábica, que hace consonar frecuencias
convencionalmente disjuntas pariendo un particularísimo tipo de ficción,
jubilosamente capaz de alojar en su seno cualquier abstracción del mundo”.
Acaso
una tal postura confíe en haber puesto en claro que está lejos de preterir lo
inconvenible de dos órdenes disjuntos. Aquello como lo cual el metodólogo, a
cuenta de sucesivos encharcamientos de plasma semántico históricamente
incurridos por la filosofía, recontaba, con la porfía oracular del mistagogo,
el disyuntor, a saber, como bipolaridad horra de ensambladura, torna a
reformulación por mediación de la literatura, de tal manera que la ficción y la
verdad, ahora la ficción y lo extraficcional, son coligadas del mismo modo que
noche y día se coligan sin la forzosidad de una recursión que tornara a ambas
intercambiables: la mancomunidad, la fusión, no es espuela para la confusión. Y
lo mismo sería verdadero para la apariencia que dimana de lo carente de
apariencia: “en lo aparente se promete lo carente de apariencia” (Adorno).