25 nov 2014

Los prolegómenos de la política

Siendo como son tiempos variamente confusos, proliferan los programas y los decálogos, las soluciones de urgencia para problemas inveterados. Hay quienes defienden que el mal del pensamiento abstracto no es sino su abstracción, precisamente su proclividad a los círculos concéntricos; el repliegue, la vuelta, la autoconstitución. Ahora bien: si la filosofía es un laborioso pleonasmo perpetuado a lo largo de los siglos, la política sería una delación, el gesto elusivo de César Borgia, la hipocresía de la democracia helenística, la crueldad de un centurión romano. Se trata, en suma, de una actividad que vive de los problemas que presuntamente debería resolver. Donde no hay política, no hay problemas políticos. Al proyecto de educar al género humano nunca le han faltado las tentativas; y sin embargo, han sido invariablemente adjudicadas al olvido, al lugar subsidiario que ocupan los delirios utópicos, las abstracciones y todo aquello que la política no puede asimilar del venero filosófico. Escribo estas líneas mientras pienso en Simone Weil, filósofa y profesora de instituto que siempre supo cuáles eran las necesidades materiales y espirituales del género humano. Poseer dicho conocimiento puede corrompernos, y hacer que queramos ocultar las respuestas como un privilegio escondido. Ella no lo hizo.


T.S. Eliot dijo que la obra de Weil pertenecía a ese género de prolegómenos de la política que los políticos rara vez leen, y que tampoco podrían comprender o aplicar. Yo no puedo sino convenir con tales palabras.