16 dic 2015

Borges, Heidegger y la "teoría cultural".

Hay un género de obras teóricas que apenas si debieran denominarse tal; y no porque en ellas se ausente la razón o falten conceptos, dado que, con frecuencia, lo que precisamente sobra son conceptos y malos usos de la razón; sino más bien porque, por lo que toca a la utilización de dichas herramientas teóricas, estas obras se asemejan a los procedimientos de la alta cocina, es decir, métodos de una notable complejidad puestos al servicio de propósitos de muy corto alcance. Servirse de la razón para dar cuenta de la sinrazón es, en el mejor de los casos, una actividad ímproba; y digo en el mejor de los casos porque lo más probable es que de esta combinación de enfoques, de esta irresponsable remisión a la transversalidad, obtengamos estupideces amén de tiempo escamoteado. 


Hoy me he encontrado un artículo de corte académico a tenor de Borges y Heidegger. En él se defendía la influencia de la metafísica heideggeriana en un cuento del literato bonarense, El Inmortal. En esta obra de ficción se significa la idea de que la inmortalidad es más una maldición que una dádiva, toda vez que, para el hombre, no hay otra finalidad en la existencia sino la experiencia de la finitud.


Bien que de forma muy atenuada, es innegable que existe cierta proximidad entre la figura del ser-para-la-muerte y el cuento borgeano; y sin embargo, la manera en que el autor del artículo conducía sus razonamientos, por llamarlos de algún modo, en aras de legitimar los obtusos conceptos heideggerianos, haciéndose eco de pasajes deslavazados y a menudo fuera de contexto en el cuento de Borges, rayaba la indecencia. Me recordaba a esas obras tan habituales en la filosofía continental contemporánea, y pienso aquí en Sloterdijk, cuya erudición es cosa más que probada, no así sus conclusiones y métodos; obras en las que, como iba diciendo, se hace acopio de los datos más diversos e inconexos, tomando préstamos de la etnografía, la antropología cultural, la física teórica y, si me apuras, hasta la botánica, para ilustrar quién sabe qué endemoniada idea, haciendo pasar por conclusiones fundadas aquello que no es sino un totum revolutum con cierto poder sugestivo, pero con poco o ningún rigor. 

Uno de mis libros favoritos de todos los tiempos es el Tristram Shandy, de modo que no soy culpable de estrechez de miras o inaptitud hacia las digresiones o hibridaciones temáticas. Ahora bien, si el objetivo de un autor es hablar de la añoranza de la "cavidad matricial" como una metáfora del desencantamiento del mundo en el siglo XXI, mejor sería que enmarcásemos esta obra dentro del género de la ficción intelectual. Un filósofo disfrazado de artista es, demasiado a menudo, una de las cosas más peligrosas y ridículas que existen, mientras que un literato siempre podrá aproximarse a ciertas ideas con la sutileza que le es propia. 

2 dic 2015

Kafka, Converge, y las emociones humanas


Nietzsche y Kafka comparten una virtud que, probablemente, constituya el mejor argumento para justificar su condición de autores imperecederos. Su irresistible atractivo; ese magnetismo tan propio de los autores póstumos, no menoscaba su profundidad y su tenebrosa lucidez. O dicho, en fin, de otro modo: su indudable tirón divulgativo no es óbice para que haya en ellos intuiciones y pensamientos que sobreviven al paso del tiempo. 


En los últimos días he estado manejando una edición en inglés de la correspondencia de Franz Kafka. Su lectura me ha procurado tantos momentos de excitación como ejercicios de funambulismo. Leer al autor praguense se asemeja, por paradójico que éste fenómeno pudiera parecer, al delicado piar de un pájaro mientras caminamos en el filo de un precipicio. En otro sentido, Kafka es equiparable como autor al sentimiento que Virginia Woolf describiera con las siguientes palabras: el ánimo que todo ser pensante tiene de disolverse en el cielo (the mood to dissolve in the sky).

En una carta a su amigo Oskar Pollak, Kafka describe de forma magistral ese sentimiento de insularidad que caracteriza las relaciones humanas. Sus palabras me recuerdan a una estrofa que aparece en una canción de Converge, Grim Heart-Black Rose


When I see me in your eyes, 
I just want to go blind

Para Kafka, y por lo que toca a las relaciones humanas, somos como niños desamparados (forlorn), que creen ver en los ojos de su interlocutor algo que, en puridad, es absolutamente ineluctable. Cuando nos miramos, somos capaces de ver tanto, y a la vez tan poco, que desearíamos volvernos ciegos. Cuando nos miramos, pues, vemos aquello que desearíamos ver, con independencia de las barreras que se interponen, inevitablemente, entre una mente y otra.

When you stand in front of me and look at me, what do you know of the griefs that are in me and what do I know of yours? And If I were to cast myself down before you and weep and tell you, what more would you know about me than you know about Hell when someon tells you it is hot and dreadful. For that reason alone we human beings ought to stand before ona another as reverently, as reflectively, as lovingly, as we would before the entrance to Hell. 

Las personas, en suma, son tan indescriptiblemente escurridizas, tan difíciles de penetrar, que su contemplación se asemejaría a la contemplación del infierno. Aunque nos arrojemos a los pies del otro, y derramemos lágrimas en su honor, no estaríamos manifestando sino una vacía obviedad. El hecho de que la subjetividad humana es tan abismal y compleja como las puertas del infierno.