16 dic 2015

Borges, Heidegger y la "teoría cultural".

Hay un género de obras teóricas que apenas si debieran denominarse tal; y no porque en ellas se ausente la razón o falten conceptos, dado que, con frecuencia, lo que precisamente sobra son conceptos y malos usos de la razón; sino más bien porque, por lo que toca a la utilización de dichas herramientas teóricas, estas obras se asemejan a los procedimientos de la alta cocina, es decir, métodos de una notable complejidad puestos al servicio de propósitos de muy corto alcance. Servirse de la razón para dar cuenta de la sinrazón es, en el mejor de los casos, una actividad ímproba; y digo en el mejor de los casos porque lo más probable es que de esta combinación de enfoques, de esta irresponsable remisión a la transversalidad, obtengamos estupideces amén de tiempo escamoteado. 


Hoy me he encontrado un artículo de corte académico a tenor de Borges y Heidegger. En él se defendía la influencia de la metafísica heideggeriana en un cuento del literato bonarense, El Inmortal. En esta obra de ficción se significa la idea de que la inmortalidad es más una maldición que una dádiva, toda vez que, para el hombre, no hay otra finalidad en la existencia sino la experiencia de la finitud.


Bien que de forma muy atenuada, es innegable que existe cierta proximidad entre la figura del ser-para-la-muerte y el cuento borgeano; y sin embargo, la manera en que el autor del artículo conducía sus razonamientos, por llamarlos de algún modo, en aras de legitimar los obtusos conceptos heideggerianos, haciéndose eco de pasajes deslavazados y a menudo fuera de contexto en el cuento de Borges, rayaba la indecencia. Me recordaba a esas obras tan habituales en la filosofía continental contemporánea, y pienso aquí en Sloterdijk, cuya erudición es cosa más que probada, no así sus conclusiones y métodos; obras en las que, como iba diciendo, se hace acopio de los datos más diversos e inconexos, tomando préstamos de la etnografía, la antropología cultural, la física teórica y, si me apuras, hasta la botánica, para ilustrar quién sabe qué endemoniada idea, haciendo pasar por conclusiones fundadas aquello que no es sino un totum revolutum con cierto poder sugestivo, pero con poco o ningún rigor. 

Uno de mis libros favoritos de todos los tiempos es el Tristram Shandy, de modo que no soy culpable de estrechez de miras o inaptitud hacia las digresiones o hibridaciones temáticas. Ahora bien, si el objetivo de un autor es hablar de la añoranza de la "cavidad matricial" como una metáfora del desencantamiento del mundo en el siglo XXI, mejor sería que enmarcásemos esta obra dentro del género de la ficción intelectual. Un filósofo disfrazado de artista es, demasiado a menudo, una de las cosas más peligrosas y ridículas que existen, mientras que un literato siempre podrá aproximarse a ciertas ideas con la sutileza que le es propia. 

2 dic 2015

Kafka, Converge, y las emociones humanas


Nietzsche y Kafka comparten una virtud que, probablemente, constituya el mejor argumento para justificar su condición de autores imperecederos. Su irresistible atractivo; ese magnetismo tan propio de los autores póstumos, no menoscaba su profundidad y su tenebrosa lucidez. O dicho, en fin, de otro modo: su indudable tirón divulgativo no es óbice para que haya en ellos intuiciones y pensamientos que sobreviven al paso del tiempo. 


En los últimos días he estado manejando una edición en inglés de la correspondencia de Franz Kafka. Su lectura me ha procurado tantos momentos de excitación como ejercicios de funambulismo. Leer al autor praguense se asemeja, por paradójico que éste fenómeno pudiera parecer, al delicado piar de un pájaro mientras caminamos en el filo de un precipicio. En otro sentido, Kafka es equiparable como autor al sentimiento que Virginia Woolf describiera con las siguientes palabras: el ánimo que todo ser pensante tiene de disolverse en el cielo (the mood to dissolve in the sky).

En una carta a su amigo Oskar Pollak, Kafka describe de forma magistral ese sentimiento de insularidad que caracteriza las relaciones humanas. Sus palabras me recuerdan a una estrofa que aparece en una canción de Converge, Grim Heart-Black Rose


When I see me in your eyes, 
I just want to go blind

Para Kafka, y por lo que toca a las relaciones humanas, somos como niños desamparados (forlorn), que creen ver en los ojos de su interlocutor algo que, en puridad, es absolutamente ineluctable. Cuando nos miramos, somos capaces de ver tanto, y a la vez tan poco, que desearíamos volvernos ciegos. Cuando nos miramos, pues, vemos aquello que desearíamos ver, con independencia de las barreras que se interponen, inevitablemente, entre una mente y otra.

When you stand in front of me and look at me, what do you know of the griefs that are in me and what do I know of yours? And If I were to cast myself down before you and weep and tell you, what more would you know about me than you know about Hell when someon tells you it is hot and dreadful. For that reason alone we human beings ought to stand before ona another as reverently, as reflectively, as lovingly, as we would before the entrance to Hell. 

Las personas, en suma, son tan indescriptiblemente escurridizas, tan difíciles de penetrar, que su contemplación se asemejaría a la contemplación del infierno. Aunque nos arrojemos a los pies del otro, y derramemos lágrimas en su honor, no estaríamos manifestando sino una vacía obviedad. El hecho de que la subjetividad humana es tan abismal y compleja como las puertas del infierno.  


20 nov 2015

Sobre la Introducción a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel (1843)


En justicia, y más allá de las profanaciones en extremo infantilizadas a que se someten casi todas grandes ideas filosóficas del pasado, el legado de Marx empieza y acaba con su desmantelamiento del concepto ilustrado de emancipación, que en aquel entonces; y esto es válido para toda la vieja Europa, pero más válido aún en el caso de la filosofía alemana, se asociaba al ejercicio de la "crítica teórica" y a la superación racional de las "contradicciones históricas", teniendo dicho proceso como finalidad la instauración de un tipo de "sociedad civil", como decía Hegel, que se disolvía en un modelo de Estado a medio camino entre la divinidad y la monstruosidad; una de esas categorías espectrales tan propias del tardohegelianismo y la restauración prusiana; y cuando hablamos de Hegel, es preciso señalarlo, hablamos de ese pensador delirante que dijo ver en Napoleón al Espíritu Absoluto montado a caballo; un pensador que, sin embargo, no fue capaz de utilizar toda su maestría conceptual para sacar a Alemania del anacronismo en que estaba confinada, sino que, más bien, fue cómplice, y buena prueba de ello es esa incomprensible logomaquia idealista a la que llamó "filosofía del derecho".

En suma, y para hacer acopio de mi comentario acerca del joven Marx, en aras de llevar a Alemania a la hauteur des principes, esto es, a una revolución que no sólo la colocara al nivel oficial de los pueblos de la época sino a la altura del espíritu de dicha época, en primer lugar, fue preciso articular una "crítica de las armas" y "el arma de la crítica", pues "el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas; la violencia material no puede ser derrocada sino con violencia material". Y en segundo lugar, Marx hubo de redefinir la crítica filosófica sabiendo que, por un lado, "la teoría se convierte en violencia material una vez que prende en las masas", y por otro", que "un pueblo sólo pondrá por obra la teoría en cuanto ésta represente la realización de sus necesidades". 

Ahora bien, la grandeza de Marx no ofrece motivos para el optimismo en el siglo XXI. Suele decirse que el curso de la historia ha desautorizado las hipótesis marxianas, y siendo yo el estricto opuesto de un devoto lector de Isaiah Berlin, tengo desgraciadamente que convenir con este argumento. El proletariado, el sujeto de una transformación para la que la filosofía es irremediablemente inhábil, es apenas si una desmejorada sombra de lo que antaño fue. Porque los proletariados de hoy no quieren ser libres, quieren ser acaudalados banqueros. 

11 nov 2015

El malditismo en The Knick





El malditismo, ese aspaviento tan propio de aquellos que van a contrapelo, los inadaptados; ese gesto entre atildado y desdeñoso que uno no sabría si atribuir a la estupidez o a la genialidad, es algo que no convendría equiparar a otras boutades estéticas del siglo XIX, que no en vano fue prolijo en rebeliones y rupturas, pero también en propuestas que desde antiguo venían proyectando su sombra sobre las mentes de occidente.

La estética romántica, y en este caso los ingleses a buen seguro habrán de ser preponderantes, pivota en torno a la idea del genio; y el genio es ese a quien la inteligencia y la sensibilidad le han sido dadas casi como una maledicente dádiva; ese a quien, por tanto, no le queda otro camino que la autodestrucción. Ahora bien, el principio por el cual un genio busca la propia aniquilación puede explicarse del siguiente modo: la genialidad es el resultado de la obsesión, y ésta es la antesala de la locura; de modo que, así las cosas, el genio ni promueve ni puede ser portavoz de la paz, porque la espiral de su desesperación, que también es la espiral de su talento, dibuja una trayectoria que él mismo ha elegido. 

El protagonista de la serie The Knick, un nuevo ejemplo de las revisiones neo-románticas del victorianismo más oscuro, dice en algún momento de la historia, cuando su adicción a la droga consigue finalmente destruir su vida y su carrera profesional, que su problema no reside en la imposibilidad de abandonar un mal hábito, sino en la ausencia de un deseo legítimo de reforma. Ni puedo, ni quiero dejarlo. 

Existe aquí una muy evidente metonimia entre la adicción a los narcóticos y la tendencia a la obsesión de una mente insaciable. Supongo que, para John Thackery, es preferible morir que vivir fuera de los límites de la obsesión. 

6 nov 2015

Joe Abercrombie: más que un autor de fantasía para adultos

Las novelas de Joe Abercrombie, probablemente el mejor y más profundo escritor de fantasía épica para adultos en la actualidad, se asemejan a los ejercicios de epistemología faulknerianos: hete aquí la realidad; es fea, es compleja y, por encima de todo, es devastadoramente real. Sin ambages, sin biombos, sin salvación.

Un escritor inglés que parecería estar escribiendo desde el mismísimo estómago de una ballena, pero con el estilo y la perversa delicadeza de un entomólogo; algo así como la pluma de Nabokov narrando el mundo concebido por Hobbes. 

29 oct 2015

Atenea y las virtudes




Algunas obras pictóricas tienen la capacidad de transformar las más obtusas teorías en entretenidos juegos de la imaginación; por lo cual yo a menudo he confrontado mis inclinaciones a la apostasía filosófica con el amor hacia las historias de ficción, y, en rigor, nada hay más ficticio y fecundo que una obra renacentista de este género, y buena prueba de esto es el hecho de que en Internet proliferen sin remedio los memes a partir de imágenes semejantes. 


Sin ir más lejos, este cuadro de Mantegna, El triunfo de las Virtudes, puede servirnos como piedra de toque para dedicar algunas observaciones a la teoría de la virtud (areté) aristotélica. En el ángulo superior derecho, atravesando los cielos con regia dignidad y teniendo por montura nada menos que una nube de aspecto sagrado, observamos a la Justicia, a la Fortaleza y a la Templanza, mientras abajo, en el jardín, la Lujuria, el Ocio, la Avaricia y algunos otros compañeros del gremio, huyen espantados del severo acoso de Atenea. Mi sospecha es que la propia Atenea, una jovencita díscola con un prematuro brote de bovarismo, decidió organizar un divertido simposio, pero se arrepintió tan pronto como sus padres aparecieron por el fondo cristalino del cielo. 

Tradicionalmente se ha traducido areté por virtud, haciendo caso omiso del sedimento histórico y religioso contenido en el vocablo virtus, y como consecuencia, se ha perpetuado este deslizamiento semántico merced al cual se habla de virtud allí donde en realidad se debería utilizar la idea de virtud cristiana. La areté aristotélica es algo así como la excelencia en el cumplimiento y la realización del propósito intrínseco a que estamos predispuestos. Un abrelatas es virtuoso siempre y cuando tenga la virtud de abrir latas. Y dado que el propósito del hombre, según el Estagirita, es alcanzar la felicidad o eudaimonia, es fácil suponer que nuestro filósofo habría estado dentro del grupo de los felices insensatos que realizan sus deseos naturales antes que en el grupo de los represores. 

26 oct 2015

Rembrandt y Aristóteles




Siempre me ha fascinado este cuadro de Rembrandt porque se escenifica en él, con una maestría punto menos que asombrosa a decir verdad, uno de esos juegos de metarrepresentación tan propios del ilusionismo velazqueño - Aristóteles, envuelto aquí en un atuendo ciertamente impropio para el siglo IV a.C., observa, desde cierta altura metafórica no exenta de condescendencia, un busto de Homero, que parece a su vez arrugar los ojos en un gesto esquivo.
Es fácil entrever de qué modo ocurre la transposición de personalidades en esta imagen. Rembrandt se representa a sí mismo observando al propio Aristóteles, que no es sino la efigie del pasado reducida a una roca viva sobre la que depositar todas nuestras añoranzas. La teoría bloomeana del agón literario (o artístico, en un sentido general) en un rápido vistazo. 

24 oct 2015

¿Cómo haremos para desaparecer? La escritura y los escritores (II): Susan Sontag.



     Ya se sabe que no hay cosa que con más liberalidad podamos criticar que aquello que no comprendemos; y si acaso es cierta la idea de que en todo cuanto es incomprendido, ignoto, radica el más irreprimible de los deseos; y me refiero, claro está, al género de deseos que se halla detrás de los lexicones de latín y la apicultura, cabría seguir de aquí que la crítica es una forma de lujuria compelida por el desconocimiento y la voluntad de llenar el vacío con fragmentos de sentido; y comoquiera que los así llamados intelectuales siempre han sido prontos para el asedio, el saqueo, la profanación, y otras muchas maniobras militares derivadas de la interpretación de textos, no sorprende, pues, que en este sentido se hayan cometido numerosas tropelías en nombre de la verdad, del “auténtico significado”, o del “mensaje” que un texto encierra, como si nos fuera imposible contemplar un texto con los ojos inocentes de un niño, como si la lectura y el análisis textual no fueran sino una lección de anatomía en la época victoriana, o tal vez el ensamblaje de un reloj de bolsillo, cuyas piezas podemos contar, engranar y desengranar a nuestro antojo sin miedo a que el resultado final difiera del inicial; porque, en resumidas cuentas, siempre se trata de unir las piezas del rompecabezas con el fin de desvelar una imagen conclusiva, clara y distinguible, que se derive de aquéllas y que satisfaga nuestro desconocimiento; y dado que, como iba diciendo un poco más arriba, conocer un texto a menudo es tanto como conseguir que sus palabras concuerden con nuestros anhelos, no queda más remedio que ser precavidos y dejar el egoísmo a un lado, en la expectativa de que un texto sea mucho más de lo que podemos adivinar o, al menos, algo que nada tiene que ver con nuestras intuiciones preconcebidas, ni tampoco con un problema de ajedrez.


Fue Ortega quien dijo que a los textos uno los asedia hasta que, por fin, rinden su significado. La perversión del que ansía descifrar se asemeja, o bien a la fiebre conquistadora de un centurión romano, o bien al vigor, en extremo delirante a decir verdad, de un enciclopedista ávido de conocimiento y mundos por descubrir. Por suerte, no todas las orientaciones hermenéuticas se alinean del lado de la voluntad de sistema o el colonialismo cultural; y en este sentido cabría elaborar una genealogía que diera cuenta de las ramificaciones teóricas que desde aproximadamente el siglo XVIII se han ido abriendo paso en el panorama de la historia de la literatura. Consideraré de curso corriente algunos reduccionismos con el fin de explicitar una idea en extremo sencilla: que la comprensión de un texto pasa por el eros y la fruición lectora. 


La hermenéutica alemana hunde sus raíces en el misticismo y la teología, tanto más cuanto que sus principales representantes fueron, en efecto, teólogos, o filósofos con una irreprimible inclinación por lo insondable; y buena prueba de todo ello es la traducción al alemán de la Biblia de Lutero, el hermetismo de Jakob Böhme o el Opus Tripartitum del Maestro Eckhart; y si acaso cabe hacer uso de estos ejemplos primitivos como una piedra de toque con la que analizar algunos otros más recientes, podría decirse que, para los alemanes, el texto a interpretar siempre ha sido el texto sagrado, de donde resulta el hecho de que su hermenéutica siempre haya incurrido en la exégesis, como en buena medida hacía el mismísimo Heidegger, que convirtió el acto de interpretar, de la compresión (Verstehen), en un procedimiento de proporciones ontológicas, en el que algo como el “ser” iba a ser desvelado, siendo el lenguaje su casa, pero también y en la misma medida su prisión. Desde la constitución de esta disciplina, pues, con Schleiermacher, hasta la mastodóntica y soporífera obra de Gadamer, la hermenéutica alemana vincula el lenguaje, y por ende los textos, al desvelamiento de algo que los trasciende, algo que por propio concepto, se precia de eludir las acotaciones tanto como las ambigüedades, algo que no puede ser contenido pero que al mismo tiempo contiene. Y sin embargo hay mucho poder persuasivo en estas paradojas, los textos poco o nada tienen que ver con fantasmas metafísicos. 


La crítica textual anglosajona, influida notablemente por los escritos teóricos de Eliot y de una orientación considerablemente analítica, incluso en este ámbito filológico, gravita en torno a una controversia académica muy reciente en el tiempo. Aquí conviene señalar los tipos puros que entraron en liza: el llamado “intencionalismo real”, y el “anti-intencionalismo”. En el primer grupo tendríamos a J.D. Hirsch, que defendería la idea de que el significado único de un texto se obtiene descifrando el significado pretendido por el autor, que funcionaría así como un principio rector, o “norma discriminatoria”. Este autor ataca la idea de que el significado textual es independiente del control del autor y la asocia con la doctrina literaria de que la mejor poesía es la impersonal, objetiva y autónoma. El anti-intencionalismo, por otro lado, con Wimsatt y Bradsley a la cabeza, en el conocido artículo de la “falacia intencional”, se opondría a esta concepción voluntarista del significado autoral que, en buena medida, remonta sus fundamentos al realismo constructivo goethiano. El contextualismo de Borges, del que es un buen ejemplo Pierre Menard, se adheriría a esta postura, postulando que existen numerosos factores no enteramente intrínsecos al texto, pero que lo condicionan hasta el punto de poder alterar su significado dependiendo de la perspectiva que el lector adopte.

Por último, lo que algunos han denominado la french theory, esa crisálida de autores tan dispares surgidos al abrigo del estructuralismo, estaría enmarcada en posiciones teóricas heterogéneas, que oscilan desde la semiótica hasta el emotivismo, el psicoanálisis y otras propuestas en buena medida refractarias al racionalismo (Bataille, Blanchot). En líneas generales, este foco exhibiría una diversidad tal, que necesitaría ser esclarecido atendiendo a cada autor individualmente, y dicha tarea que sobrepasaría con mucho los alcances de este artículo. Dicho lo cual, me interesa aludir a Roland Barthes en particular, por tratarse de un autor sin parangón e inmensamente rico en intuiciones, con bastantes similitudes con Susan Sontag, la escritora a quien va dirigido este artículo. 


En Contra la interpretación, Susan Sontag defiende una idea de la experiencia literaria que se cifra en el eros y la fruición lectora. Si, como dice la autora,  la primera experiencia del arte debió de ser la de su condición prodigiosa, no sorprende que, nuestra época, caracterizada por el uso indiscriminado de la ironía y un hipertrofiado racionalismo, haya convertido la experiencia estética en, o bien una actividad poco menos que circense, o en un certamen de gramática. El así llamado “anhelo de sentido” ha terminado por ahogar nuestras experiencias estéticas hasta el punto de que ya nada queda en ellas de auténtico disfrute. 


“La actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la industria pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clásico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte.”[1]



            En la mayoría de las situaciones textuales postmodernas, la interpretación “supone una hipócrita negativa a dejar sola a la obra de arte”[2], porque, como es bien sabido en el ámbito político, el arte tienen la capacidad de ponernos nerviosos y de cuestionar nuestras certezas, de aquí que a menudo se haya considerado la vocación artística como una potencia ambigua, casi amenazadora. Al reducir la obra de arte a una interpretación establecida, su potencial de subversión resulta enormemente disminuido. Las lecturas unívocas de una obra, en definitiva, terminan por domesticar la obra de arte.


“La interpretación, basada en la teoría, sumamente cuestionable, de que la obra de arte está compuesta por trozos de contenido, viola el arte. Convierte el arte en artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorías.”[3]



¿Cuál es, pues, la alternativa a esta abrazo asfixiante de la razón, que hace de las obras un simple código con el que traficar? La autora propone un giro que nos haga regresar a las aproximaciones más descriptivas y libres, que se centraban en la forma y en la evitación de las interpretaciones en extremo conceptuosas.



“Lo que se necesita, en primer término, es una mayor atención a la forma en el arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará.”[4]



Necesitaríamos un vocabulario específico, de corte eminentemente descriptivo antes que prescriptivo, de la forma y de las experiencias emocionales asociadas a ésta. No en vano, muchos críticos de diferentes ámbitos han preferido tradicionalmente disolver las consideraciones conceptuales sobre el contenido en consideraciones sobre la forma, y buena prueba de ello son Panofsky, Frye, el propio Barthes. En suma: en lugar de la hermenéutica, "necesitamos una erótica del arte”.[5]



[1]SONTAG, S.: Contra la interpretación y otros ensayos. Traducción al cuidado de Horacio Vázquez Rial. Seix Barral: Barcelona, 1984, p. 20.
[2]Ibíd.  
[3]Ibíd., p. 22.
[4]Ibíd., p. 25.
[5]Ibíd., p. 27.

11 oct 2015

Reduccionismos de género en literatura

Los reduccionismos de género son muy útiles en literatura. Cuando leo a Hemingway pienso en un autor estúpidamente varonil, y cuando leo a Duras pienso en la representación más descarnada de la femininidad. Sentado que no siempre es tan sencillo encerrar una subjetividad literaria en un fenotipo de uso corriente, nunca he tenido reparos en recurrir a ellos, toda vez que, como ocurre en muchas otras áreas de la vida y la cultura, los prejuicios son comunes y hasta aconsejables para un lector. 

Siguiendo esta lógica, si se quiere, un tanto simplista, me gusta imaginar a la persona que está detrás del texto, incluso a sabiendas de cuán vano puede resultar este propósito; y sin embargo no han sido pocas las veces en que he llegado a comprender mejor una novela por el mero hecho de aventurar mis intuiciones personales más allá de lo políticamente correcto. 

Hoy he estado releyendo Kitchen, la novela de culto de Banana Yoshimoto, y la tortuosa desnudez que desprenden sus palabras; no exenta, sin embargo, de serenidad y amniótica paz, me ha procurado más intensidad emocional que un millar de páginas de Víctor Hugo.

3 oct 2015

Stone Junction, de Tim Dodge



"En esencia, la AMO es una alianza histórica constituida, para decirlo suavemente, por criminales, inadaptados sociales, anarquistas, chamanes, músicos, místicos terrenales, gitanos, magos, científicos locos, soñadores y otras almas socialmente marginadas."





Dejando a un lado esa circunstancia tan bien conocida en los foros literarios de baja estofa, consistente en que una novela adquiera notoriedad por motivos poco menos que irrelevantes, si bien de cierto magnetismo mediático, Stone Junction, de Jim Dodge, es una novela singular y tremendamente divertida y, por derecho propio, un artefacto literario con suficientes credenciales estilísticos - los suficientes, en verdad, para que no haya necesidad de aludir al prólogo de Pynchon so pretexto de su lectura. 


En ella prevalece, a modo de hilo argumental, ese modismo narrativo de la conjura que, no por azar, Pynchon ha cultivado en algunas obras célebres, como Contraluz o V. Daniel y su madre, unos auténticos dropouts sin ninguna predisposición para la vida civilizada, son reclutados por un grupo secreto de difícil categorización, y de esta suerte terminan envueltos en un viaje de proporciones épicas, en el que irán desvelándose hechos de vital importancia para el propio Daniel. En rigor, y siguiendo aquí la tradición de algunos autores norteamericanos de la época, como Barth o el propio Pynchon, la novela es una revisión postmoderna de los viejos relatos dieciochescos de formación (lo que, a la sombra de Diderot, los alemanes llamaron Bildungsroman), en los que "viaje" y "descubrimiento del propio ser" son una y la misma cosa.  

17 sept 2015

¿Cómo haremos para desaparecer? La escritura y los escritores (I): Marguerite Duras




“Se está solo en una casa. Y no fuera, sino dentro. En el jardín hay pájaros, gatos. Pero, también, en una ocasión, una ardilla, un hurón. En un jardín no se está solo. Pero, en una casa, se está tan solo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Y para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy. […] Comprendí que yo era una persona sola con mi escritura, sola muy lejos de todo.”[1]


Si bien la filosofía se ha beneficiado no pocas veces del influjo de la literatura, no ha ocurrido lo mismo en sentido inverso. Como disciplina perteneciente al abigarrado universo de las ciencias humanas, la filosofía se asemeja a una institutriz severa y malquerida, de esas que dicen tener mucho que enseñar, pero poco o nada que aprender. Ahora bien, la función reguladora de la actividad filosófica es una característica que sólo tiene legitimidad dentro de los exiguos círculos del pensamiento analítico. Más allá de éstos, por suerte, impera un saludable escepticismo. Ni las ciencias ni las letras ponen el oído atento cuando la filosofía profiere sus torpes reconvenciones, que a menudo llegan tarde y casi siempre con el pie cambiado. Los filósofos, en suma, nunca podrán determinar el objeto y la naturaleza de la escritura, porque los propios literatos son de todo punto, y felizmente,  ignorantes a este respecto. Se escribe no de otra suerte que para huir, y de aquí se siguen las desavenencias que, desde muy antiguo, han comprometido a ambas disciplinas. La espada de la filosofía no puede hendir el silencio, porque éste es tan inmune al desvelamiento, a la dilucidación, como la noche a unos ojos ciegos. 


Sentados estos preliminares, puedo dar cuenta de mis propósitos para este texto y los sucesivos. Me propongo recabar algunas reflexiones que los propios escritores han dedicado a su vocación, con el fin de comprender, por difícil que este cometido sea, el enigma tal y como es percibido por aquellos que se hallan atrapados dentro de él.  Marguerite Duras dice que escribir es un desangrarse, un sacrificio de tinta negra.[2] Empecemos por ella. 


            La soledad es una forma de la omnipotencia tanto como un atajo al delirio, y lo mismo cabe decir a tenor de la escritura, que no es sino la actividad propia de los dioses y los locos. Por norma general, la historia ha llegado eventualmente a descreer de tan romántica idea. Multitud de veces se ha dicho que el mundo es, amén de un pasatiempo encargado de ocupar nuestras mentes con las más absurdas distracciones, un hervidero del sinsentido, y esto por lo que toca a lo bueno y a lo malo, en la felicidad tanto como en la desgracia. El escritor no necesita el mundo porque, tarde o temprano, se convertirá en un creador de mundos. Por eso está solo. Porque la soledad y la eternidad son las contrapartidas del ejercicio creador, y los atributos de aquel que obra dicha creación. 


Duras, lejos de lo que pueda considerarse, es ajena a la afectación con la que algunos escritores hablan de la propia obra. La idea de que un escritor es como un dios borgeano, un ser omnipotente, pero marginado y desdichadamente eterno, no reviste ni un ápice de sentido para ella. Más bien, cabría sugerir que en su obra la soledad es un requisito de la escritura que obedece a causas, digámoslo así, pragmáticas y antropológicas. El escritor, en definitiva, se consagra a la escritura para huir del mundo, y por medio de este proceso, finalmente comprender dicho mundo, como si fuera necesario estar perdido para llegar a encontrarse. 


             “Un libro abierto también es la noche. Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué. Escribir a pesar de todo, pese a la desesperación. No: con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre.”[3]
 

El escritor no se reconoce en el mundo que le da cobijo: este es el destino retorcido de todo ser dotado de inteligencia. En lo que va dicho me he referido a la soledad. Soledad es aquello que resulta de la confrontación con el mundo, y de la constatación de su absoluta otredad. El desprendimiento que constituye la escritura, pues, es necesario en la medida en que no hay comprensión -y aquí cabría aclarar que comprender es tanto como exorcizar- sin alejamiento; del mismo modo que el sujeto nunca podrá comprender el objeto a menos que deje de concebirlo como una pertenencia. Lady McBeth dijo que para vencer al mundo, has de parecer como el mundo. Los escritores, sin embargo, están más cerca de la derrota que de la victoria, y  antes pertenecen al numeroso grupo de las víctimas que al de los verdugos. ¿Es la desesperación que acompaña a la soledad “una ventaja o un defecto”?[4], se preguntaba Kierkegaard ¿Y la noción de lejanía, es intrínseca o extrínseca al oficio del escritor? Se escribe porque es está solo, y se está solo porque se escribe. Estar solo, y por añadidura, estar lejos, son requisitos sin los que la actividad literaria no es dable. “Tan lejos de cualquier habla como lo desconocido de un amor sin objeto. Como el de Cristo o el de J.S. Bach: ambos de una equivalencia vertiginosa.”[5] Ahora bien, como ya he aclarado, esta retórica de la soledad y la lejanía no puede, en rigor, denominarse tal, por la sencilla razón de que escritura y mudo no se contraponen terminantemente, sino que coexisten en una relación de tipo dialéctico, salve que de especial naturaleza. La escritura acarrea soledad porque su principal propósito es experimentar el mundo en el mayor grado de intensidad posible. 


“Viviendo así, como le digo que vivía, en esa soledad, a la larga hay peligros a los que uno se expone. Es inevitable. En cuanto el ser humano está solo cae en la sinrazón. Lo creo: creo que la persona entregada a sí misma está ya atacada por la locura porque en el brote de un delirio personal nada la detiene.”[6]
 

No se trata aquí, únicamente, del tortuoso repliegue en la introspección. Esta maniobra es mucho más compleja que la figura del solipsismo. No en vano, los escritores se han preciado proverbialmente de conocer el mundo como pocos otros, pese a su constitutiva soledad. Si regresamos a la comparación entre filosofía y literatura, hallaremos que la relación de cada una de ellas con eso que llamamos mundo es harto distinta, no obstante algunas aparentes similitudes. Esa diferencia es, con frecuencia, reductible a la idea de que el filósofo está instalado en la soledad como consecuencia de concebir el mundo como una otredad que, o bien se posee, o bien se desdeña. El escritor, en cambio, sospecha de esta naturaleza inconmensurable del mundo, pero la acepta de buen grado, casi como un numinoso desafío, como el regalo que en puridad es.


[1]DURAS, M.: Escribir. Traducción al cuidado de Ana María Moix. Barcelona: Tusquets, 2009,  p. 15.
[2]Ibíd., p. 16-17.
[3]Ibíd., p. 31.
[4]KIERKEGAARD, S.: Tratado de la Desesperación. Traducción al cuidado de Carlos Liacho. Leviatán: Buenos Aires, 2004,  p. 23.
[5]DURAS, M.: op. cit., p. 21.
[6]Ibíd., p. 40.