Me
gusta pensar que la escritura de Marcel Proust es un ejercicio de
insomnio literario. La duermevela, el desvelo semiconsciente, es el
estado del iluminado, del neurótico trascendido a genio. Es menos una
rememoración, que un ensueño; si acaso es legítimo un distingo de esta
clase. Después de una vida neurótica y disipada, a los treinta y siete
años Marcel Proust abandonó el mundo, se confinó
en una celda forrada de caucho, humedecida con el hedor de los
sahumerios para apaciguar el asma y, vestido con abrigo dentro de la
cama, comenzó a hilar la madeja, la fiebre, el insomnio, el delirio, el
capullo de seda que encerraba toda una época no menos delirante. La
época de las niñas doradas, de los duquesitos, de la belleza enfermiza y
los celos furtivos; del vicio nefando, del esplendor tanto como de la
decadencia.
A menudo, soñar es no tanto un proceso proyectivo, cuanto una regresión, y de aquí que utopía y melancolía sean tan confundibles.
A menudo, soñar es no tanto un proceso proyectivo, cuanto una regresión, y de aquí que utopía y melancolía sean tan confundibles.