9 jul 2014

El capullo de oro




Me gusta pensar que la escritura de Marcel Proust es un ejercicio de insomnio literario. La duermevela, el desvelo semiconsciente, es el estado del iluminado, del neurótico trascendido a genio. Es menos una rememoración, que un ensueño; si acaso es legítimo un distingo de esta clase. Después de una vida neurótica y disipada, a los treinta y siete años Marcel Proust abandonó el mundo, se confinó en una celda forrada de caucho, humedecida con el hedor de los sahumerios para apaciguar el asma y, vestido con abrigo dentro de la cama, comenzó a hilar la madeja, la fiebre, el insomnio, el delirio, el capullo de seda que encerraba toda una época no menos delirante. La época de las niñas doradas, de los duquesitos, de la belleza enfermiza y los celos furtivos; del vicio nefando, del esplendor tanto como de la decadencia.
A menudo, soñar es no tanto un proceso proyectivo, cuanto una regresión, y de aquí que utopía y melancolía sean tan confundibles.