24 sept 2016

La literatura y el mal: Houellebecq

Habida cuenta de la tumultuosa popularidad que siempre ha envuelto a Houellebecq, apenas si puede sorprender que su incipiente legado esté sembrado de controversias. La opinión pública, me temo, a menudo es incapaz de concebir un mundo en el que la grandeza va de la mano con la falta de bondad. La literatura y el mal, sin embargo, concurren en una idea compartida: la moderación es ajena a los sentimientos puros y descarnados. De aquí que sea de todo punto imposible pergeñar buenas novelas a partir de buenos sentimientos. La hybris concita a vivir, es cómplice con el arte, y no de otra suerte que por medio de la literatura es dable una vida digna de ser vivida. El odio, pues, hace que las palabras se escurran con suavidad; con la intrincada delicadeza de un arroyo en un bosque de bambú. Y Houellebecq es justamente alguien que cruza un bosque y sólo ve leña para el fuego. No se puede ser bueno a medias. Y, por desgracia, los seres humanos somos inequívocamente a medias

Pues bien: Houellebecq, una especie de discípulo de Voltaire poseído por el desencanto, es un escritor que no teme al odio, porque el odio es connatural a la naturaleza humana. La destreza y el mimo de un médico son equiparables a los del asesino: Houellebecq es ambas cosas. Una pupila helada que diagnostica, pero que también envenena. 

18 sept 2016

Anotaciones para una estética improvisada de la autobiografía (I)

A menudo me gusta concebir la literatura como el espacio donde la esquizofrenia se convierte en arte. No en vano, siempre se ha dicho que sólo la escritura es capaz de investir de excelencia a esa práctica tan irremediablemente alejada de la cordura, ese hábito que Dios comparte con los genios y los locos: hablar con uno mismo.

Soliloquio, pues. O exorcismo, o confesión, o absurdo pasatiempo entre tahúres; porque, en definitiva, confesarse, más que un gesto purificador, es una maniobra de ocultamiento, antes una impostura que una ingenua e inocua lección de anatomía. En cierto sentido, las confesiones son a las autobiografías lo que la pornografía al acto de desnudarse: un estado de ánimo del yo en el que lo más íntimo es también lo más expuesto; como si en la autognosis radicara cierta inclinación al onanismo y al autoengaño. Y en rigor, autoengaño y masturbación es todo cuanto un soliloquio puede dar por fruto. Por la sencilla razón de que confesor y confesado no pueden coexistir en una misma mente

Ahora bien, la diferencia entre San Agustín, Pizarnik o Beckett estribaría en el grado de conciencia que cada autor tiene con respecto a sus propios trampantojos.


27 ago 2016

Mishima y Tolstói, o el artista asceta

Tolstói y Mishima, controvertidos portavoces de dos culturas tan dispares y a la vez tan estrechamente emparentadas, cohabitan un mismo tormento artístico. Ambos son artistas poseídos por un mórbido ascetismo. Como si sus miradas estuvieran clavadas en el espejo torcido de la psique profunda; precisamente allí donde placer y repugnancia son indiscernibles. Como si, en definitiva, hubieran comprendido que la melancolía salvaje que posee la carne atrae al intelecto tanto como lo repele. Su hogar, pues, es el intervalo que separa la bruteza carnal de la integridad intelectual porque, ¿acaso no es justamente este el paradero del Gran Arte? 

El narcisismo siempre ha sido un buen combustible literario. Pero también lo es la ansiedad. En rigor, primero se escribe con la exaltación estética como fin, y después, espoleado por la angustia. Una cosa sigue a la otra con la misma naturalidad con que la noche sucede al día. 

8 ago 2016

La ingenuidad de los críticos de cine


Revivir viejos estímulos tiene el gusto de un placer infantil. La inteligencia, por su parte, es una suerte de vejez del asombro; no en vano a menudo se ha defendido que el genio poético implica proporciones semejantes de apasionamiento y displicencia. De aquí resulta esa condición diletante que casi sin excepción se atribuye a las mentes inquietas, como si fuera de todo punto imposible conciliar constancia y desafío en un mismo paisaje creativo.

Sea como fuere, las vocaciones olvidadas regresan episódicamente con la obstinación de un eco remoto. No hay ciencia allí donde falta el recuerdo, por eso siempre es saludable confrontar el acomodamiento intelectual con eventuales viajes al pasado. La literatura, en fin, es sumamente pródiga en esta virtud. Lejos de lo que parecen insinuar algunos postulados un tanto fatalistas, y me refiero a esas voces que desde hace un tiempo proclaman el agotamiento de las letras, nunca escasearán en literatura los motivos ejemplares para desistir del tedio intelectual. Borges, lúcido y breve como pocos otros en este tipo de intuiciones, decía que hasta el más desprolijo telegrama podía encerrar cierto componente de ingenuidad literaria.

Pues bien, antes mencionaba que, en mi caso, sólo la literatura consigue que esta niñez de la inteligencia prevalezca de forma duradera. Recientemente, y como consecuencia de ciertas circunstancias más o menos fortuitas, he tenido la suerte de profundizar en un género que siempre he tenido al alcance pero que, por motivos que de nuevo obedecen más al azar que a la voluntad, no ha gozado de un puesto prominente entre mis lecturas. Aludo a la crítica cinematográfica, región subsidiaria de la crítica literaria y artística, pero sin duda con particularidades únicas no exentas de valor y originalidad. Hay una cualidad en este campo que, a mi juicio, descuella sobre cualquier otra. Me refiero al odio. O, mejor dicho, a una forma de odio que es más un artificio que un ejercicio de auténtica enjundia. En calidad de profesionales a sueldo, los críticos de cine con frecuencia se ven arrastrados a esa situación paradójica tan recurrente en todo oficio vagamente humanista: escribir sobre algo espurio. Las películas de entretenimiento, esos artefactos a menudo injustamente conceptuados por los expertos, y que en este tipo de cenáculos reciben el nombre de "placeres culpables", siempre acopian las mejores reseñas. Que una pluma tan diestra y esmerada malgaste sus buenas letras sembrando odio y, por supuesto, teniendo por objeto de repudio una película enteramente ajena a tan hipertrofiado lenguaje, es una de las cosas más maravillosas y, por qué no decirlo, literarias que existen. Aquí, sin duda, pienso en El placer de odiar, de William Hazlitt. Porque, ¿qué es el ensayo sino esa postulación de trazo grueso tan afecta al maniqueísmo, pero con la virtud, verdaderamente singular, de seducirnos mientras nos demuestra cuán estúpidos somos? 

28 jul 2016

El mundo invertido hegeliano y la cultura de los memes

En cierto sentido, el próspero florecimiento de la cultura de los memes ha propiciado que dos de los modismos más recurrentes de la filosofía pasen a ser una completa ridiculez: el anhelo de ser uno mismo; sea cual fuere el significado de esta obstinación, y la angustia de ser otro, que no es sino una maniobra de reacción natural, un mecanismo de autodefensa surgido allí donde falta la certidumbre de ser capaces de erigirnos como personas únicas e irrepetibles. El tropo de la mismidad, pues, es tan inválido y caduco como el travestismo rimbaudiano del yo. Ya pretendamos distinguirnos, o bien pasar desapercibidos; poco importa, porque siempre habrá un meme que convierta esa elección en una imagen prefabricada. 

Y si bien puede resultar un tanto inquietante que por fin seamos conscientes de haber sido expulsados del paraíso del esencialismo, nada de malo hay en una existencia inesencial pues, ¿qué posee de más notable la artificialidad sino su capacidad para infundir en nosotros cierto desengaño, cierta lucidez que nos conmina a desistir de la estúpida creencia de que como hombres nuestras diferencias tienen el valor de una acreditación de casta? Todo es inidéntico a sí mismo, como ya observó atentamente Adorno, de donde resultaría que, virtualmente, todo individuo posee el atributo de la unicidad. Y, en recta lógica, si todos los individuos son únicos, esta propiedad deja de tener un valor diferenciador.

Ahora bien, existe abundante literatura a propósito de la dialéctica entre lo idéntico y lo diferente (Kierkegaard, Heidegger, Deleuze, Derrida o el propio Hegel, por nombrar a los más conocidos y por ello los menos recomendables); pero en ninguno de estos casos se ofrecen respuestas al problema semiótico que los memes han puesto de manifiesto, pero que ya se hallaba larvado en la cultura visual de las neovanguardias. Cuando pienso en este fenómeno, y especialmente en la forma en que los memes se propagan; y cuando aquí aludo a la idea de propagación estoy refiriéndome a una dinámica que por propia naturaleza transforma las diferencias en lugares comunes para la ironía, me acuerdo de los fractales de Sierpinski; como si este proceso fuera una suerte de memeception o metamemética, donde los memes operan sobre sí mismos hasta diluir en la iteración cualquier vestigio de información virgen.

Por desgracia, parece que Hegel tenía razón en algo. En la Fenomenología el filósofo alemán recurre a una figura retórica para designar el fenómeno según el cual la filosofía actuaría como un "mundo invertido" con respecto a la realidad; es decir, como un instrumento que antepondría conceptos a contrapelo de las cosas, con el fin de determinarlas o incluso sustituirlas. Justo como los memes


22 jul 2016

El capricho de la autenticidad en la era de los memes

A menudo me acomete la memoria esa idea de Foster Wallace según la cual todos somos idénticos en nuestra creencia de ser diferentes. El cariz de este fenómeno tan irreprimiblemente humano, sin embargo, ignora toda frontera en la cosmovisión tecnocrática del siglo XXI, hasta el punto de que hoy creemos ser más diferentes de lo que nunca fuimos, ignorando cuán prefabricadas son nuestras infantiles manifestaciones culturales. O, dicho, en fin, de otro modo: el capricho de la autenticidad; ese gesto de irresponsable embellecimiento heredado de ciertas filosofías no menos irresponsables, no es sino una trasnochada extravagancia, y esto desde hace como poco un siglo. Nación, identidad, personalidad o sexualidad son sólo algunos de los vocablos que algunos utilizan para denotar un conjunto vacío. Ninguno de estos conceptos en extremo inconcretos es capaz de encerrar significado más allá de ciertas confusiones útiles. No existe, pues, ninguna ontología que los respalde; lo que es tanto como decir que no obedecen a ninguna forma de ser ni, por supuesto, a algo como el ser mismo; si es que acaso recurrir a esta idea no es ya un abierto sinsentido. 
Por desgracia para algunos, la así llamada hive mind semiótica apenas si ha disminuido su expansión metabólica en los últimos veinte años, de tal modo que, en la esfera lingüística occidental, no existen arquetipos simbólicos que no hayan sido prefigurados y registrados por el subconsciente semiótico de la red. En otras palabras: todas las singularidades que atribuimos a ese tedioso proceso de autognosis personal llamado biografía, y que aparentemente nos conforman como aquello que hemos elegido ser, no son sino una página más de un archivo que nos sobrepasa en dimensiones y fuerza transformadora. Nosotros no hacemos memes; los memes nos hacen a nosotros. 

13 feb 2016

La vulnerabilidad de una estatua griega

Moverse en los límites de lo extraordinario requiere, y esto es especialmente cierto en el plano de las relaciones humanas, que estemos abiertos a la desnudez, y aun cuando desnudarse sea equiparable a un momento de absoluta indefensión, no es menos cierto que en la ridiculez de un alma despojada, desposeída de todas sus espurias vestiduras, radica tanta honestidad como vulnerabilidad. Y de aquí resulta esa fascinación tan frecuente que los descreídos sujetos del siglo XXI todavía profesan a las esculturas griegas, artefactos simbólicamente obsoletos en la mayoría de los casos, pero que, sin embargo, siguen encerrando cierto poder inveterado según el cual lo más vulnerable y desprotegido, la carne sin otro tapujo que la blancura del mármol, es también lo que está más próximo a la eternidad; como si, en fin, estos objetos instalados en la región más insigne del olvido, el arte antiguo, tuvieran la capacidad de recordarnos que nuestro único error ha sido olvidar que la vulnerabilidad es el tesoro más insustituible que poseemos.  

18 ene 2016

imitar a Dios

En calidad de creador, un artista es mucho más responsable que un padre. 

Y ello porque, en cierto sentido, convertirse en progenitor es un ejercicio de arrogancia, cuando no una de las más abiertas e irresponsables decisiones que un ser humano puede tomar. ¿Quién es aquel capaz de dar la vida sino un monstruoso imitador de Dios; alguien tan espantosamente seguro de sus convicciones que creería posible imponerlas en otra persona, como si éstas fueran un injerto que puede trasplantarse, como si, en fin, la vida pudiera enseñarse tal y como se enseña una operación aritmética o un paso de danza?  

La idea de que en efecto existe una "imagen" y una "semejanza" del género humano en su integridad, y que en virtud de la misma hay quienes pueden actuar con título de profetas, de guías, de precursores, sobre los destinos de otras personas y, por supuesto, a despecho de éstas, es un completo disparate. No me refiero aquí a nada relacionado con los sentimientos de solidaridad y respeto mutuo, sino a la creencia, verdaderamente obstinada, de que un ser humano se conoce lo bastante a sí mismo como para discernir lo bueno y lo malo con respecto a otra persona. 

6 ene 2016

Ser póstumo (en vida)


Así como existen obras y autores destinados a la posteridad, también hay amores que no pertenecen a este mundo, y que sólo cobran sentido en la muerte. Ser póstumo, como observa Vila-Matas, es de todas las formas de venganza la única que puede hacer frente al todopoder del tiempo. El tiempo, en efecto, es ese fatum, ese gesto ingrato que reduce toda expresión de eternidad al más degradante prosaísmo. El arte y el amor son contrarios a la realidad, y repelen el tiempo. Exactamente como la muerte.