4 may 2014

He visto.


He visto. He visto al hombre jugar con dados cargados. He visto poetas transformarse en bestias. 
En rigor, nada de esto es ya posible. Tampoco legítimo. El crepúsculo de los ídolos, lejos de ser un fenómeno episódico, al que seguirían las auroras, el renovado esplendor de los profetas, se ha convertido en un desatinado anacronismo. Los vislumbres. La contemplación a hombros de un gigante. La transfiguración de la imago mundi. Todos son modismos deudores de una retórica de la conmoción que ya no puede ser esgrimida. La visión aguileña del precursor, del hombre póstumo, no puede descubrir cosa alguna, porque la sóla idea del descubrimiento es un contrasentido. Somos enemigos del asombro. No de otra suerte que a través de la revisión podremos hacer del futuro algo promisorio. Ahora bien: no sólo hemos perdido la imaginación utópica, como ya observó Jameson, sino que también hemos agotado el margen para el revisionismo: he aquí la inexorable paradoja. No podemos pensar el futuro, y ello es el resultado de haber fagocitado el pasado con demasiada frecuencia. Por otro lado, el pasado mismo es tributario a un punto tal de nuestras operaciones gástricas, que ya no podemos distinguirlo de una papilla agria y espesa. Por supuesto que a fuerza de volver la mirada, empezaremos a pensar como los cangrejos. Pero no es menos cierto que los esfuerzos de la imaginación, las proyecciones, los catalejos, están empañados. En el mejor de los casos, de ingenuidad, en el peor, de grandilocuencia. La imposibilidad de Nietzsche consiste, y aquí hago mía esa frase tan redondeada que Jacobi le dedicó al sistema kantiano, en que sin él, somos incautos, ingenuos a un grado tal que caeríamos en la alienación; y con él, siguiendo su legado, no alcanzaríamos sino una lucidez que se inmoviliza a sí misma.