En
sentido lato, puede decirse que mi investigación discurre a tenor de dos hechos
que han maravillado al entendimiento filosófico desde muy antiguo. Aludo, por
un lado, a aquello que llamamos ficción, es decir, el hecho cautivante de que
exista algo falso capaz de erigir realidades y, por otro, a la identidad, el
enigma de si acaso es dable algo como un centro, una unidad subjetiva, y no una
diversidad proteiforme de apariencias en lo que atañe a los sujetos y a la
realidad misma por añadidura.
Ambos
son motivos que atraviesan la narrativa de Vila-Matas de punta a cabo. Y lo
hacen en una medida tal, que podríamos tomarlos como elementos hipotéticos de
una estética, como programa encubierto, como teoría secreta disfrazada de
anti-teoría. La supuesta estética de la autoficción, sin embargo, no es cosa
cuyo monopolio pertenezca exclusivamente a la actualidad. Veamos por qué.
En
aras de averiguar si tiene sentido invocar esta categoría para caracterizar la
obra vilamatiana, he propuesto en mi investigación una genealogía que se
remonta al romanticismo alemán. Allí, en autores como Friedrich Schlegel,
encontramos precedentes teóricos que ponen de manifiesto cuán fecunda ha sido
esta problemática para los filósofos y literatos de todos los tiempos. Y aun
cuando historiográficamente la acuñación de esta categoría a menudo se ha
circunscrito a la polémica Lejeune-Doubrovsky en el seno de la crítica francesa
de los años setenta, la cuestión ha estado presente en la tradición occidental
desde sus mismos albores. ¿Cuál es, pues, esta cuestión nuclear? ¿Cuáles son
las paradojas que comprometen al emparejamiento de identidad y ficción? Helas
aquí: cuando un sujeto creador, sea éste un filósofo o un literato, se presenta
ante aquellos que serán sus potenciales receptores, ¿cómo lo hace? Más que eso:
¿cómo se presenta ese sujeto creador ante sí mismo?
Interrogantes
tales son los que espolean la obra de Vila-Matas. Y sin embargo, su caso es
harto tardío, casi epigonal. Tomemos como ejemplo el género de la confesión;
esa figura literaria cuyo cometido es la plasmación de un yo que trata de
esclarecerse a sí mismo. No son en modo alguno parvos los ejemplos que se
podrían referir a este respecto. Tenemos a San Agustín, pero también los
ensayos de Montaigne, la confesión de Rousseau, la anamnesis identitaria de
Proust, y tantos otros. Ahora bien: el caso Vila-Matas descuella frente a todos
ellos por su mucha originalidad. En él, por ejemplo, el género post-proustiano
de la rememoración ficcional no pasa por autoficción, como tampoco lo hace la
autobiografía con fisionomía de cuento. Para Vila-Matas, subsiste la sospecha
de que, allí donde hay confesión del yo, hay al propio tiempo y forzosamente su
ocultación. Y en la medida en que tal cosa ocurre, el autor comienza a abrigar la
sospecha de que posiblemente la creación consista en una apertura a los muchos
otros que siempre y soterradamente anidan en el uno. Todo confesor es un
falsario. Confesar el yo sobre el papel en blanco es una trampa: autoficción no es otra cosa que la autobiografía bajo una sospecha tal. Si,
como parece apuntar Vila-Matas, la sola posibilidad de decir yo
está estrechamente relacionada con la posibilidad de escribir, el espacio
autobiográfico se nos aparecería en consecuencia como aquella dimensión cabe la
cual hay lugar para instaurar un “ser uno mismo” tanto como un “ser el otro”.
La autognosis, como creía Ricoeur, la cifra este autor en el momento en que la
mismidad se avecina con la otredad.