21 feb 2014

Autoficción: ¿nombres nuevos para viejas prácticas?



 

En sentido lato, puede decirse que mi investigación discurre a tenor de dos hechos que han maravillado al entendimiento filosófico desde muy antiguo. Aludo, por un lado, a aquello que llamamos ficción, es decir, el hecho cautivante de que exista algo falso capaz de erigir realidades y, por otro, a la identidad, el enigma de si acaso es dable algo como un centro, una unidad subjetiva, y no una diversidad proteiforme de apariencias en lo que atañe a los sujetos y a la realidad misma por añadidura.
Ambos son motivos que atraviesan la narrativa de Vila-Matas de punta a cabo. Y lo hacen en una medida tal, que podríamos tomarlos como elementos hipotéticos de una estética, como programa encubierto, como teoría secreta disfrazada de anti-teoría. La supuesta estética de la autoficción, sin embargo, no es cosa cuyo monopolio pertenezca exclusivamente a la actualidad. Veamos por qué.
En aras de averiguar si tiene sentido invocar esta categoría para caracterizar la obra vilamatiana, he propuesto en mi investigación una genealogía que se remonta al romanticismo alemán. Allí, en autores como Friedrich Schlegel, encontramos precedentes teóricos que ponen de manifiesto cuán fecunda ha sido esta problemática para los filósofos y literatos de todos los tiempos. Y aun cuando historiográficamente la acuñación de esta categoría a menudo se ha circunscrito a la polémica Lejeune-Doubrovsky en el seno de la crítica francesa de los años setenta, la cuestión ha estado presente en la tradición occidental desde sus mismos albores. ¿Cuál es, pues, esta cuestión nuclear? ¿Cuáles son las paradojas que comprometen al emparejamiento de identidad y ficción? Helas aquí: cuando un sujeto creador, sea éste un filósofo o un literato, se presenta ante aquellos que serán sus potenciales receptores, ¿cómo lo hace? Más que eso: ¿cómo se presenta ese sujeto creador ante sí mismo?
Interrogantes tales son los que espolean la obra de Vila-Matas. Y sin embargo, su caso es harto tardío, casi epigonal. Tomemos como ejemplo el género de la confesión; esa figura literaria cuyo cometido es la plasmación de un yo que trata de esclarecerse a sí mismo. No son en modo alguno parvos los ejemplos que se podrían referir a este respecto. Tenemos a San Agustín, pero también los ensayos de Montaigne, la confesión de Rousseau, la anamnesis identitaria de Proust, y tantos otros. Ahora bien: el caso Vila-Matas descuella frente a todos ellos por su mucha originalidad. En él, por ejemplo, el género post-proustiano de la rememoración ficcional no pasa por autoficción, como tampoco lo hace la autobiografía con fisionomía de cuento. Para Vila-Matas, subsiste la sospecha de que, allí donde hay confesión del yo, hay al propio tiempo y forzosamente su ocultación. Y en la medida en que tal cosa ocurre, el autor comienza a abrigar la sospecha de que posiblemente la creación consista en una apertura a los muchos otros que siempre y soterradamente anidan en el uno. Todo confesor es un falsario. Confesar el yo sobre el papel en blanco es una trampa: autoficción no es otra cosa que la autobiografía bajo una sospecha tal. Si, como parece apuntar Vila-Matas, la sola posibilidad de decir yo está estrechamente relacionada con la posibilidad de escribir, el espacio autobiográfico se nos aparecería en consecuencia como aquella dimensión cabe la cual hay lugar para instaurar un “ser uno mismo” tanto como un “ser el otro”. La autognosis, como creía Ricoeur, la cifra este autor en el momento en que la mismidad se avecina con la otredad.

18 feb 2014

El mal de Cézanne


En literatura, pero también en pintura, existe una estética de lo incompleto, de lo inacabado. Piénsese en Richter, o en Alice Munro, por ejemplo. Son autores que trabajan por elipsis, de suerte que construyen tan pronto como ocultan, erigen una pantalla, y luego la velan, con el resultado de rehabilitar aquello que está implícito en la obra, pero no puede ser dicho o mostrado. (Des)escribir, sin embargo, no equivale a la correción metódica, a las maniobras de bricolaje oculto, sino al hecho de decir con el silencio, de pintar con lo imperceptible. El problema de Cézanne; cómo terminar la mirada, no es sino el acicate esencial de toda creación: el descubrimiento de que crear equivale a subrayar la incompletud de toda obra, y de lo real por añadidura.

12 feb 2014

La escena del crimen



Encuentro harto sugestiva la idea de Benjamin de que toda fotografía es una escena del crimen. En la medida en que retratamos algo que pudo haber sucedido, pero que, sin embargo, permanece anclado en el dominio mudo del fotograma, somos el ojo furtivo tras la cerradura. Todo encuadre, pues, incluye tanto como excluye; devela y oculta, y de aquí resulta que la narratividad suspendida, la tensión entre dos tiempos, el intersticio entre dos verbos, sea la condición semántica de un fotograma.

11 feb 2014

Documento o ficción, ficción porque es documento.






Me han encomendado impartir un seminario acerca de Jeff Wall, y la idea de que la fotografía es siempre un déposito de narratividad. Hay quienes defienden, sin embargo, la opacidad más acendrada para la imagen. A tal objeto se parapetan en la archimentada aserción de Goethe: no teoricen las imágenes, ellas mismas son la doctrina. Como persona amiga de las narraciones, nunca he podido convenir en este postulado. Lo nuclear de una imagen es su inevitable remisión a lo otro; su naturaleza de índice y, sobre todo, su capacidad para poner en entredicho la mismidad de lo real. La imagen fotográfica, lejos de captural lo real en toda su fijeza, no hace sino demostrar su carácter de impostura in pectore. La captura de lo real, que de pronto deviene en un desdoblamiento, equivale a demostrar pues su reproductibilidad. La imagen es trasunto, copia, artificio y, por ende, maravilloso engaño. Ésta se autoabastece de significados abiertos y en gran medida multívocos; no es tanto una cosa bruta y obtusa, impermeable a toda instancia narrativa, cuanto un dispositivo expansivo, algo que irradia sentido más allá de sí mismo.

6 feb 2014

No entendemos la Brillo Box


El empecinamiento clasificatorio de autores como Danto o Dickie despierta mis peores recelos. Uno pierde sus asideros desde el momento en que el crítico descerraja sus aparatos analíticos para dar satisfacción a ciertas preguntas llenas de torpeza. El interrogante nuclear de de la estética analítica es: ¿cómo discernir una obra de arte de un objeto bruto? Ahora bien, la obsesión por el desciframiento, por la imagen duplicada que primero imita para de pronto suplantar, ha sido alimento de numerosos libros equivocados, y otras tantas obras de arte cuya aportación a la historia es cuando menos dudosa. Pienso en el cuadro-ventana de Magritte, pero también en las camas de Rauschenberg y Amin. Pienso que, donde hay lugar para falacias de imputación, como las llama Susan Sontag, también lo habrá para dislates. El arte repele las descripciones definidas, los criterios de demarcación. Y sin embargo, Danto, siguiendo aquí a Hegel, parecería propugnar que, si los hechos no se adaptan a la teoría, peor para ellos.