13 feb 2013

PENSAR EL LÍMITE Y LOS LÍMITES DEL PENSAMIENTO



         Laudar a quienes ya no son no es hecho con jurisdicción en mis pareceres; hoy, empero, soy precisado a abjurar la infalibilidad de los mismos. El día décimo de este Febrero es nefando como no podría serlo ningún perezoso y muy otro día: ha fallecido el filósofo Eugenio Trías (1942-2013). A su quehacer y persona quieren rendir honores las palabras de un estudiante baldío. 
  
No es confundible que fue Hegel quien dijo que fijar un lindero es ya como antever su rebasamiento. Trías, pensador del límite, ha aventajado el malhadado confín de la necrología, y ello sin que, por desventura, su obra fuera benemérita en vida y justeza. Ningún pensador es finado sin la adhocidad inmediata de algunos tardíos adláteres; penados entonces de apostilla y memorabilidad, pero siempre corredores al rebufo de aquello que troca el olvido en posteridad, bien digo; la muerte. Por lo pronto, una expedita inspección de mi biblioteca ha verificado este relegamiento intra muros: Suances Marcos no aduna en su reciente “echiridion” sobre filosofía española (Síntesis, 2006) mención alguna a Trías; tampoco el consabido manual de Abellán lo hace. Sólo resta ahora subsanar las omisiones hinchiendo de escarapelas póstumas el cuerpo en el ataúd. 

 Soy, pese a todo, acorde a que la obra de Trías haya sido de pasos quedos que no el que hubiese hecho aflorar a su expensa el desamor consuetudinario al español que, en casos tales, es ciego para con el grado eminente y sumo de otro español. Valga más mi cometimiento, aquel que tal vez pueda corazonarte a ti, lector, por remoto e inadvertible que seas, al hábito de su pensamiento.

Su obra caudalosa es variamente ilustre, y huelló en mí grande admiración. Posee una afinidad germánica no lastrada por los anquilosamientos de la lealtad; no en vano pudo entablar concordatos entre Klossowski y Otto Rank, entre lo siniestro y lo bello, acaso de consuno a un lúcido autoexamen de la decibilidad de la filosofía. He aquí el aserto cardinal que quizá quepa a su ideario: confrontar dialogalmente el pensamiento con sus propias tinieblas, singularmente allí donde su lucidez alcanza el límite lábil que sólo en apariencia disjunta la razón y su contrasentido, la fijeza y lo simbólico, la incertitud religiosa y el hecho apodíctico. Allego ya, cierto que una y dos dilaciones mediante, al módico prontuario que de sus obras agracien dar mis inestudiosos tesones. Por cuanto es horra y desesmerada, mi asiduidad de lector hedónico ha parado mientes en cuatro obras de Trías, que aquí refiero al mero socaire de la memoria.           

En Los límites del mundo (1985) hay una fenomenología poética de la inhospitalidad y lo íntimo, cuyos tinos y sutilezas no acertaría a desdecir el libro epónimo de Bachelard atañedero a dichos motivos. El incidentado itinerario antropológico venido a ser en la “cueva matricial” dibuja, en su decurso, pliegues y rugosidades a veces rayanas en la sinrazón; frontera ésta contra la cual bracea el hombre y su proeza, el arte y la música conformadores del líquido amniótico a cuyo través acaso pueda cohesionar alguna, nunca suficientemente desautorizada, forma de consuelo metafísico.
   
En Drama e Identidad (1974), el proceloso viaje de la identidad transita del dios Wotan a Ifigenia por los también anfractuosos cauces de la creación musical; universo este último muy afecto a Trías y asimismo pesquisado en sus dos libros últimos, El canto de las sirenas (2007) y La imaginación sonora (2010). La especificidad y la vastedad erudita de entrambos vedan los afanes de quien espere acollarse al desgaire de una crasamente apremiada recensión. Quienquiera que preste sus horas laboriosas a los mismos podrá dar fe de ello. Esas mías labores y horas, este mi homenaje; yo lo presto al resguardo del pensamiento de Trías. 

Borges, individuo probo y pleno de bonhomía, rubricó esto a la muerte de Miguel de Unamuno. Yo lo suscribo: “El último escritor de nuestro idioma acaba de morir; no sé de un homenaje mejor que continuar las ricas discusiones iniciadas por él”.

4 feb 2013

EPÍGONO: INTUIR LO DIGNO DEL PASADO



Aventajarse al confín de un explaye para principiar la idea en trámite no es demérito alguno ni aún menos su infringimiento. El flautista venido a nacer en Danzig en el año de 1788, de nombre Arthur Schopenhauer, pudo idear, adversando a Hegel pero también al verum ipsum factum viquiano, que la historia es las muchas futilidades y entresueños del relato desflecado de la humanidad. Parejamente, bien que a una sazón poco ulterior en el promedio del siglo diez y nueve, el inglés De Quincey conculcaba la incipiente ciencia histórica arguyendo que “interpretar la historia no es menos arbitrario que ver figuras en las nubes”. 
  
Unos tales argumentos, a pesar o más bien debido a su jactancia, no perderían su intrepidez novadora, aún cuando el objeto de la misma fuera traspuesto hacia la nebulosidad de lo literario, o su ingeniosidad y finura quedasen desdichas a la luz que arrojaran los vehementes desvelos de la ciencia última, o bien si, después de algún tiempo, se verificara la ciclicidad y complejo de subversión de las épocas que entablan una mutualidad hecha de aversiones e inhospitalidad, tal y como le sucede al moderno que cela del anacronismo y obsolescencia del antiguo, y tal y como podríamos aventurar que le sucedería a cualquier clásico genuino si se le procurara el francamente dudoso placer de cursar las inelegantes levedades que hoy día rubrica hasta el más feble sicofante. En efecto, no acarrearía menoscabo alguno a los distractos antedichos el hecho de que la historia se enfilara con gradualidad y pasos fatales hacia la total derogación de sí misma o, por mejor decir, hacia su positivización, porque el variamente arbitrario algebra de las nubes proseguiría concitando de aventura a los intelectos anhelosos de complejidad.
           
El desvelamiento al que soy afecto en este breve excurso es, sin embargo, muy otro a la infatuada empresa de urdir una filosofía de la historia. Ese acopio de tiernas imprecisiones y perplejidades orquestadas al son de un sistema, que según el común sentir toma el nombre de Historia de las Ideas, no podría ser llevado al colmo de un catastro positivo, ni en el implausible exento de que un genio maligno operara sus magias y brusquedades, como en el ardid del galeón embotellado, y redujera a fórmula aquello que es su perfecta elusión. La prosecución de una tal urdimbre, en fin, me hurtaría lo que en nada me sobra, y tampoco puedo aquí extractar, en verdad por una falta de instrucción confesa, cuanto antes de ahora se ha dicho acerca de la historia. Encuentro más hacedero, por vía de ejemplo y alusión, ponderar el antaño y el hogaño, y ver si de ellos puede decirse que son como las personalidades que los comisionan: agonísticos y aún dialécticos. A dicho fin dispongo esta transcripción poemática, cuya traducción y esmero son del cuidado de Adan Kovacsiscs. Su autor responde al nombre de Karl Kraus. 

Sólo soy uno más entre aquellos epígonos
que en la antigua casa de la lengua han vivido.
Más dentro tengo mi propia vivencia,
escapo por fuerza y destruyo Tebas.
Aunque tras los viejos maestros venga,
vengo a los padres de forma sangrienta.
Hablo de venganza y vengo la lengua
en todos esos que la hablan y mentan.
Sí, epígono: intuyo lo digno del pasado.
Mas vosotros sois los informados tebanos.


            No faltarán quienes delaten en estos versos odiosidades y dijes conservaduristas; la hybris sacerdotal del autor que esgrime sus reconvenciones contra todo lo recién llegado, y sin embargo, habrá también quienes, al son de tales versos, no puedan desquitarse de cierto decaimiento al pensar cómo los dislatados coribantes de lo nuevo episódicamente cometen un rompimiento con sus antecesores, pues, por cada refocilación del petrarquismo sucedida de cuando en vez en algún que otro autor desairado, ocurre, en una proporción de cien por cada una de aquellas, la inadvertencia y el desfavor, de guisa que, con frecuencia, se hace pasar por innecesidad y autarquía lo que sólo es impericia agonística. Desdecir la tradición es una obsesión cíclica, y por cierto que una muy tradicional: tenemos ideas nuevas pero, como anota Ortega, queramos o no estamos en creencias viejas.

          Supongamos, claro está al socaire de la provisionalidad, que la conjetura endosable a Groussac; a saber, es cometido entrañal del escritor lo mismo el dicterio que el sentir dinástico con respecto a la tradición, tuviera su opugnación en el obiter dictum de la insularidad del autor que se amuralla y encapota cabe sí, supongamos que de la episódica y aún adventicia fenomenología de la genialidad fuera culpable la antojadiza varita de la hierofanía, o dicho, en fin, de otro modo: supongamos que por cada autor nacido a la fatalidad del genio toda la organización de ingeniosidades que conforman la variamente fatua historia del arte tornara a recomenzar; y ello, sobremodo implausiblemente, in albis. Básteme un expedito ejemplo para la opugnación de la opugnación de Groussac: ¿Es, osaré inquirirlo, dable Melville sin una precomprensión psicológica shakesperiana; lo sería Pynchon sin el auspicio épico-bufo de Melville; lo sería Hugo sin la prohijación de Chateaubriand; lo sería Freud sin la teoría pulsional ante litteram de Schopenhauer? George Steiner, bien que sin mi arregosto por el name-dropping onomástico, Lessons Of The Masters (q.v. §6, p. 146), pondera adversamente esa exenta dabilidad, y refiere que los vecinazgos entre autores son ellos mismos la vertebración de la literatura. A título de contrarréplica se alzan ciertos veredictos de Paul Valéry, quien hace por evocar al hegeliano Croce cuando escribe: “La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la historia del espíritu como productor o consumidor de literatura”.

            Cabría inquirir a tan malaventuradas palabras un centón de reproches, y aún y todo, voy a ser más conforme a escurrirme por el cauce de una anécdota que, de añadidura, me rendirá el provecho de inutilizar lo mismo a Valéry que a otros contiguos convencimientos; aquellos que singularmente vislumbran en los hitos creativos de la historia literaria injerencias de poderes ocultos: me refiero al tipo foucaultiano de historia del saber. Se me permita aquí,  pues, a tenor conclusorio, referir un donoso y aún paradojal episodio: un crítico de mucha nombradía nacional disputaba con otro menos condecorado acerca de la idoneidad y legalidad del canon occidental. Nuestro primer crítico moviliza sus efugios estructuralistas y resuelve denotar en el canon lagunas, “economías”, damnificaciones “falocráticas” y algún que otro caso de entronización inmerecida. En cierto instante de su discurseo, el presentador le apronta con la siguiente pregunta: Si te fuese forzosa la situación, ¿Qué autor elegirías para llevarlo contigo a una isla desierta? (Entiéndase, pese al perdonable solecismo del preguntante, que uno llevaría consigo las obras, no al autor mismo). Nuestro crítico respondió, no sin concederse algún rubor y morosidad en la respuesta: “Probablemente las Obras Completas de Shakespeare”.