Laudar a quienes ya no
son no es hecho con jurisdicción en mis pareceres; hoy, empero, soy precisado a
abjurar la infalibilidad de los mismos. El día décimo de este Febrero es
nefando como no podría serlo ningún perezoso y muy otro día: ha fallecido el
filósofo Eugenio Trías (1942-2013). A su quehacer y persona quieren rendir
honores las palabras de un estudiante baldío.
No
es confundible que fue Hegel quien dijo que fijar un lindero es ya como antever
su rebasamiento. Trías, pensador del límite, ha aventajado el malhadado confín
de la necrología, y ello sin que, por desventura, su obra fuera benemérita en
vida y justeza. Ningún pensador es finado sin la adhocidad inmediata de algunos
tardíos adláteres; penados entonces de apostilla y memorabilidad, pero siempre
corredores al rebufo de aquello que troca el olvido en posteridad, bien digo;
la muerte. Por lo pronto, una expedita inspección de mi biblioteca ha verificado
este relegamiento intra muros:
Suances Marcos no aduna en su reciente “echiridion” sobre filosofía española (Síntesis,
2006) mención alguna a Trías; tampoco el consabido manual de Abellán lo hace.
Sólo resta ahora subsanar las omisiones hinchiendo de escarapelas póstumas el
cuerpo en el ataúd.
Soy, pese a todo, acorde a que la obra de Trías
haya sido de pasos quedos que no el que hubiese hecho aflorar a su expensa el desamor
consuetudinario al español que, en casos tales, es ciego para con el grado eminente
y sumo de otro español. Valga más mi cometimiento, aquel que tal vez pueda
corazonarte a ti, lector, por remoto e inadvertible que seas, al hábito de su
pensamiento.
Su
obra caudalosa es variamente ilustre, y huelló en mí grande admiración. Posee
una afinidad germánica no lastrada por los anquilosamientos de la lealtad; no
en vano pudo entablar concordatos entre Klossowski y Otto Rank, entre lo
siniestro y lo bello, acaso de consuno a un lúcido autoexamen de la decibilidad
de la filosofía. He aquí el aserto cardinal que quizá quepa a su ideario:
confrontar dialogalmente el pensamiento con sus propias tinieblas,
singularmente allí donde su lucidez alcanza el límite lábil que sólo en
apariencia disjunta la razón y su contrasentido, la fijeza y lo simbólico, la
incertitud religiosa y el hecho apodíctico. Allego ya, cierto que una y dos
dilaciones mediante, al módico prontuario que de sus obras agracien dar mis
inestudiosos tesones. Por cuanto es horra y desesmerada, mi asiduidad de lector
hedónico ha parado mientes en cuatro obras de Trías, que aquí refiero al mero
socaire de la memoria.
En
Los límites del mundo (1985) hay una
fenomenología poética de la inhospitalidad y lo íntimo, cuyos tinos y sutilezas
no acertaría a desdecir el libro epónimo de Bachelard atañedero a dichos
motivos. El incidentado itinerario antropológico venido a ser en la “cueva
matricial” dibuja, en su decurso, pliegues y rugosidades a veces rayanas en la
sinrazón; frontera ésta contra la cual bracea el hombre y su proeza, el arte y
la música conformadores del líquido amniótico a cuyo través acaso pueda
cohesionar alguna, nunca suficientemente desautorizada, forma de consuelo
metafísico.
En
Drama e Identidad (1974), el
proceloso viaje de la identidad transita del dios Wotan a Ifigenia por los
también anfractuosos cauces de la creación musical; universo este último muy
afecto a Trías y asimismo pesquisado en sus dos libros últimos, El canto de las sirenas (2007) y La imaginación sonora (2010). La especificidad
y la vastedad erudita de entrambos vedan los afanes de quien espere acollarse
al desgaire de una crasamente apremiada recensión. Quienquiera que preste sus
horas laboriosas a los mismos podrá dar fe de ello. Esas mías labores y horas,
este mi homenaje; yo lo presto al resguardo del pensamiento de Trías.
Borges,
individuo probo y pleno de bonhomía, rubricó esto a la muerte de Miguel de
Unamuno. Yo lo suscribo: “El último escritor de nuestro idioma acaba de morir;
no sé de un homenaje mejor que continuar las ricas discusiones iniciadas por
él”.