13 ene 2015

Logomaquia y carnaval

Bien que a menudo involuntariamente, la filosofía no es ajena al humor. Encuentro que hay multitud de obras clásicas que descuellan por su desopilante proximidad con el absurdo. Eso que Borges denominaba el "arte de prefación", tarea muy dialéctica y de no poca monta, es una virtud que atesoran escasos filósofos, y aun cuando existan excepciones notables, ni bastan ni, por otro lado, sirven para que podamos tomarnos en serio la totalidad del género. En este sentido, juzgo en extremo destacables a Berkeley, Hegel, San Agustín, Fichte o incluso Kant; y ello obedece no a la grandeza de sus sistemas, tampoco a su influencia en la historia, sino a todo cuanto se desprende de sus obras para ir a para al depósito de nuestras emociones, tal y como se desprende lo impuro de lo puro, el carnaval de la logomaquia y, en suma, la broma de la solemnidad; adivinándose en este fenómeno cierta anomalía hermenéutica que hace pasar lo uno por lo otro y viceversa. Me refiero a ese instante de megalomanía filosófica que, de súbito, se convierte en una entrañable manifestación de ingenuidad.
Las Disputationes metaphysicae (1597), de Francisco Suárez, comienzan del siguiente modo: el autor afirma que el ser sólo puede ser infinito o finito. Después, siguen seis volúmenes de inextricable relojería mental, en los que nada esclarecedor se aporta a despecho del lector o para su deleite, quién podría determinarlo, toda vez que entre quienes leen hay tantos masoquistas como dementes entre quienes filosofan.
En el fondo, los filósofos son los antepasados oficiales de Bouvard y Pécuchet.



6 ene 2015

Sobre Echar Raíces, de Simone Weil

“Hay que cambiar el régimen de atención durante las horas de trabajo, la naturaleza de los estímulos que impulsan a vencer la pereza o el agotamiento –estímulos que hoy no son otros que el miedo y los cuartos-, la naturaleza de la obediencia, la componente tan exigua de iniciativa, la habilidad de reflexión requerida de los obreros, la imposibilidad en que se hallan de participar con el pensamiento y el sentimiento en el conjunto de trabajo de la empresa, la ignorancia a veces total del valor, la utilidad social y el destino de las cosas que fabrican, la completa escisión de la vida del trabajo y de la vida familiar.” (pág. 59)



Muchas voces se han alzado recientemente llamando la atención sobre la idea del tiempo mecanizado. La idea, no obstante, posee una larga tradición filosófica a sus espaldas. Y aunque Weil se expresa en este fragmento en clave vagamente marxista, parece posible plegar esta reivindicación a nuestros días. En el fondo, se trata de un principio elemental dentro de los esquemas del ultracapitalismo avanzado: trabajo y enriquecimiento fruitivo están disociados de tal forma que nada de lo uno puede haber en lo otro y viceversa. Éste y aquél, no obstante, son formas paralelas, bien que diferenciadas, de alienación. El trabajo, tal y como es concebido hoy en día, aliena por cuanto nos conduce al tedio existencial, y el ocio por haberse convertido en la forma más degradada de la vaciedad. Trabajamos para atesorar y nos divertimos para olvidar. No hay término medio imaginable. Hemos desaprendido el poder de la vocación, por el cual es posible trabajar realizando los propios anhelos espirituales, hasta el punto en que los deberes se convierten en satisfacciones, y éstas en algo que las trasciende.