Ya se sabe que no hay
cosa que con más liberalidad podamos criticar que aquello que no comprendemos;
y si acaso es cierta la idea de que en todo cuanto es incomprendido, ignoto,
radica el más irreprimible de los deseos; y me refiero, claro está, al género de
deseos que se halla detrás de los lexicones de latín y la apicultura, cabría
seguir de aquí que la crítica es una forma de lujuria compelida por el
desconocimiento y la voluntad de llenar el vacío con fragmentos de sentido; y
comoquiera que los así llamados intelectuales siempre han sido prontos para el
asedio, el saqueo, la profanación, y otras muchas maniobras militares derivadas
de la interpretación de textos, no sorprende, pues, que en este sentido se
hayan cometido numerosas tropelías en nombre de la verdad, del “auténtico
significado”, o del “mensaje” que un texto encierra, como si nos fuera
imposible contemplar un texto con los ojos inocentes de un niño, como si la
lectura y el análisis textual no fueran sino una lección de anatomía en la
época victoriana, o tal vez el ensamblaje de un reloj de bolsillo, cuyas piezas
podemos contar, engranar y desengranar a nuestro antojo sin miedo a que el
resultado final difiera del inicial; porque, en resumidas cuentas, siempre se
trata de unir las piezas del rompecabezas con el fin de desvelar una imagen
conclusiva, clara y distinguible, que se derive de aquéllas y que satisfaga
nuestro desconocimiento; y dado que, como iba diciendo un poco más arriba,
conocer un texto a menudo es tanto como conseguir que sus palabras concuerden
con nuestros anhelos, no queda más remedio que ser precavidos y dejar el
egoísmo a un lado, en la expectativa de que un texto sea mucho más de lo que
podemos adivinar o, al menos, algo que nada tiene que ver con nuestras
intuiciones preconcebidas, ni tampoco con un problema de ajedrez.
Fue
Ortega quien dijo que a los textos uno los asedia hasta que, por fin, rinden su
significado. La perversión del que ansía descifrar se asemeja, o bien a la
fiebre conquistadora de un centurión romano, o bien al vigor, en extremo
delirante a decir verdad, de un enciclopedista ávido de conocimiento y mundos
por descubrir. Por suerte, no todas las orientaciones hermenéuticas se alinean
del lado de la voluntad de sistema o el colonialismo cultural; y en este
sentido cabría elaborar una genealogía que diera cuenta de las ramificaciones
teóricas que desde aproximadamente el siglo XVIII se han ido abriendo paso en
el panorama de la historia de la literatura. Consideraré de curso corriente
algunos reduccionismos con el fin de explicitar una idea en extremo sencilla:
que la comprensión de un texto pasa por el eros
y la fruición lectora.
La
hermenéutica alemana hunde sus raíces en el misticismo y la teología, tanto más
cuanto que sus principales representantes fueron, en efecto, teólogos, o
filósofos con una irreprimible inclinación por lo insondable; y buena prueba de
todo ello es la traducción al alemán de la Biblia de Lutero, el hermetismo de
Jakob Böhme o el Opus Tripartitum del
Maestro Eckhart; y si acaso cabe hacer uso de estos ejemplos primitivos como
una piedra de toque con la que analizar algunos otros más recientes, podría
decirse que, para los alemanes, el texto a interpretar siempre ha sido el texto sagrado, de donde resulta el hecho
de que su hermenéutica siempre haya incurrido en la exégesis, como en buena
medida hacía el mismísimo Heidegger, que convirtió el acto de interpretar, de
la compresión (Verstehen), en un
procedimiento de proporciones ontológicas, en el que algo como el “ser” iba a
ser desvelado, siendo el lenguaje su casa, pero también y en la misma medida su
prisión. Desde la constitución de esta disciplina, pues, con Schleiermacher,
hasta la mastodóntica y soporífera obra de Gadamer, la hermenéutica alemana
vincula el lenguaje, y por ende los textos, al desvelamiento de algo que los
trasciende, algo que por propio concepto, se precia de eludir las acotaciones
tanto como las ambigüedades, algo que no puede ser contenido pero que al mismo
tiempo contiene. Y sin embargo hay mucho poder persuasivo en estas paradojas,
los textos poco o nada tienen que ver con fantasmas metafísicos.
La
crítica textual anglosajona, influida notablemente por los escritos teóricos de
Eliot y de una orientación considerablemente analítica, incluso en este ámbito
filológico, gravita en torno a una controversia académica muy reciente en el
tiempo. Aquí conviene señalar los tipos puros que entraron en liza: el llamado
“intencionalismo real”, y el “anti-intencionalismo”. En el primer grupo
tendríamos a J.D. Hirsch, que defendería la idea de que el significado único de
un texto se obtiene descifrando el significado pretendido por el autor, que
funcionaría así como un principio rector, o “norma discriminatoria”. Este autor
ataca la idea de que el significado textual es independiente del control
del autor y la asocia con la doctrina literaria de que la mejor poesía es la
impersonal, objetiva y autónoma. El anti-intencionalismo, por otro lado, con
Wimsatt y Bradsley a la cabeza, en el conocido artículo de la “falacia
intencional”, se opondría a esta concepción voluntarista del significado
autoral que, en buena medida, remonta sus fundamentos al realismo constructivo
goethiano. El contextualismo de Borges, del que es un buen ejemplo Pierre Menard, se adheriría a esta
postura, postulando que existen numerosos factores no enteramente intrínsecos
al texto, pero que lo condicionan hasta el punto de poder alterar su
significado dependiendo de la perspectiva que el lector adopte.
Por
último, lo que algunos han denominado la french
theory, esa crisálida de autores tan dispares surgidos al abrigo del
estructuralismo, estaría enmarcada en posiciones teóricas heterogéneas, que
oscilan desde la semiótica hasta el emotivismo, el psicoanálisis y otras
propuestas en buena medida refractarias al racionalismo (Bataille, Blanchot).
En líneas generales, este foco exhibiría una diversidad tal, que necesitaría
ser esclarecido atendiendo a cada autor individualmente, y dicha tarea que
sobrepasaría con mucho los alcances de este artículo. Dicho lo cual, me
interesa aludir a Roland Barthes en particular, por tratarse de un autor sin parangón
e inmensamente rico en intuiciones, con bastantes similitudes con Susan Sontag,
la escritora a quien va dirigido este artículo.
En
Contra la interpretación, Susan
Sontag defiende una idea de la experiencia literaria que se cifra en el eros y la fruición lectora. Si, como
dice la autora, la primera experiencia
del arte debió de ser la de su condición prodigiosa, no sorprende que, nuestra
época, caracterizada por el uso indiscriminado de la ironía y un hipertrofiado
racionalismo, haya convertido la experiencia estética en, o bien una actividad
poco menos que circense, o en un certamen de gramática. El así llamado “anhelo
de sentido” ha terminado por ahogar nuestras experiencias estéticas hasta el
punto de que ya nada queda en ellas de auténtico disfrute.
“La
actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte
reaccionaria, asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy
nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la
industria pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clásico
dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad
sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el
arte.”
En la mayoría de las situaciones
textuales postmodernas, la interpretación “supone una hipócrita negativa a
dejar sola a la obra de arte”,
porque, como es bien sabido en el ámbito político, el arte tienen la capacidad
de ponernos nerviosos y de cuestionar nuestras certezas, de aquí que a menudo
se haya considerado la vocación artística como una potencia ambigua, casi
amenazadora. Al reducir la obra de arte a una interpretación establecida, su
potencial de subversión resulta enormemente disminuido. Las lecturas unívocas
de una obra, en definitiva, terminan por domesticar la obra de arte.
“La
interpretación, basada en la teoría, sumamente cuestionable, de que la obra de
arte está compuesta por trozos de contenido, viola el arte. Convierte el arte
en artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorías.”
¿Cuál
es, pues, la alternativa a esta abrazo asfixiante de la razón, que hace de las
obras un simple código con el que traficar? La autora propone un giro que nos
haga regresar a las aproximaciones más descriptivas y libres, que se centraban
en la forma y en la evitación de las interpretaciones en extremo conceptuosas.
“Lo
que se necesita, en primer término, es una mayor atención a la forma en el
arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la
interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará.”
Necesitaríamos
un vocabulario específico, de corte eminentemente descriptivo antes que
prescriptivo, de la forma y de las experiencias emocionales asociadas a ésta.
No en vano, muchos críticos de diferentes ámbitos han preferido tradicionalmente
disolver las consideraciones conceptuales sobre el contenido en consideraciones
sobre la forma, y buena prueba de ello son Panofsky, Frye, el propio Barthes. En
suma: en lugar de la hermenéutica, "necesitamos una erótica del arte”.