29 oct 2015

Atenea y las virtudes




Algunas obras pictóricas tienen la capacidad de transformar las más obtusas teorías en entretenidos juegos de la imaginación; por lo cual yo a menudo he confrontado mis inclinaciones a la apostasía filosófica con el amor hacia las historias de ficción, y, en rigor, nada hay más ficticio y fecundo que una obra renacentista de este género, y buena prueba de esto es el hecho de que en Internet proliferen sin remedio los memes a partir de imágenes semejantes. 


Sin ir más lejos, este cuadro de Mantegna, El triunfo de las Virtudes, puede servirnos como piedra de toque para dedicar algunas observaciones a la teoría de la virtud (areté) aristotélica. En el ángulo superior derecho, atravesando los cielos con regia dignidad y teniendo por montura nada menos que una nube de aspecto sagrado, observamos a la Justicia, a la Fortaleza y a la Templanza, mientras abajo, en el jardín, la Lujuria, el Ocio, la Avaricia y algunos otros compañeros del gremio, huyen espantados del severo acoso de Atenea. Mi sospecha es que la propia Atenea, una jovencita díscola con un prematuro brote de bovarismo, decidió organizar un divertido simposio, pero se arrepintió tan pronto como sus padres aparecieron por el fondo cristalino del cielo. 

Tradicionalmente se ha traducido areté por virtud, haciendo caso omiso del sedimento histórico y religioso contenido en el vocablo virtus, y como consecuencia, se ha perpetuado este deslizamiento semántico merced al cual se habla de virtud allí donde en realidad se debería utilizar la idea de virtud cristiana. La areté aristotélica es algo así como la excelencia en el cumplimiento y la realización del propósito intrínseco a que estamos predispuestos. Un abrelatas es virtuoso siempre y cuando tenga la virtud de abrir latas. Y dado que el propósito del hombre, según el Estagirita, es alcanzar la felicidad o eudaimonia, es fácil suponer que nuestro filósofo habría estado dentro del grupo de los felices insensatos que realizan sus deseos naturales antes que en el grupo de los represores. 

26 oct 2015

Rembrandt y Aristóteles




Siempre me ha fascinado este cuadro de Rembrandt porque se escenifica en él, con una maestría punto menos que asombrosa a decir verdad, uno de esos juegos de metarrepresentación tan propios del ilusionismo velazqueño - Aristóteles, envuelto aquí en un atuendo ciertamente impropio para el siglo IV a.C., observa, desde cierta altura metafórica no exenta de condescendencia, un busto de Homero, que parece a su vez arrugar los ojos en un gesto esquivo.
Es fácil entrever de qué modo ocurre la transposición de personalidades en esta imagen. Rembrandt se representa a sí mismo observando al propio Aristóteles, que no es sino la efigie del pasado reducida a una roca viva sobre la que depositar todas nuestras añoranzas. La teoría bloomeana del agón literario (o artístico, en un sentido general) en un rápido vistazo. 

24 oct 2015

¿Cómo haremos para desaparecer? La escritura y los escritores (II): Susan Sontag.



     Ya se sabe que no hay cosa que con más liberalidad podamos criticar que aquello que no comprendemos; y si acaso es cierta la idea de que en todo cuanto es incomprendido, ignoto, radica el más irreprimible de los deseos; y me refiero, claro está, al género de deseos que se halla detrás de los lexicones de latín y la apicultura, cabría seguir de aquí que la crítica es una forma de lujuria compelida por el desconocimiento y la voluntad de llenar el vacío con fragmentos de sentido; y comoquiera que los así llamados intelectuales siempre han sido prontos para el asedio, el saqueo, la profanación, y otras muchas maniobras militares derivadas de la interpretación de textos, no sorprende, pues, que en este sentido se hayan cometido numerosas tropelías en nombre de la verdad, del “auténtico significado”, o del “mensaje” que un texto encierra, como si nos fuera imposible contemplar un texto con los ojos inocentes de un niño, como si la lectura y el análisis textual no fueran sino una lección de anatomía en la época victoriana, o tal vez el ensamblaje de un reloj de bolsillo, cuyas piezas podemos contar, engranar y desengranar a nuestro antojo sin miedo a que el resultado final difiera del inicial; porque, en resumidas cuentas, siempre se trata de unir las piezas del rompecabezas con el fin de desvelar una imagen conclusiva, clara y distinguible, que se derive de aquéllas y que satisfaga nuestro desconocimiento; y dado que, como iba diciendo un poco más arriba, conocer un texto a menudo es tanto como conseguir que sus palabras concuerden con nuestros anhelos, no queda más remedio que ser precavidos y dejar el egoísmo a un lado, en la expectativa de que un texto sea mucho más de lo que podemos adivinar o, al menos, algo que nada tiene que ver con nuestras intuiciones preconcebidas, ni tampoco con un problema de ajedrez.


Fue Ortega quien dijo que a los textos uno los asedia hasta que, por fin, rinden su significado. La perversión del que ansía descifrar se asemeja, o bien a la fiebre conquistadora de un centurión romano, o bien al vigor, en extremo delirante a decir verdad, de un enciclopedista ávido de conocimiento y mundos por descubrir. Por suerte, no todas las orientaciones hermenéuticas se alinean del lado de la voluntad de sistema o el colonialismo cultural; y en este sentido cabría elaborar una genealogía que diera cuenta de las ramificaciones teóricas que desde aproximadamente el siglo XVIII se han ido abriendo paso en el panorama de la historia de la literatura. Consideraré de curso corriente algunos reduccionismos con el fin de explicitar una idea en extremo sencilla: que la comprensión de un texto pasa por el eros y la fruición lectora. 


La hermenéutica alemana hunde sus raíces en el misticismo y la teología, tanto más cuanto que sus principales representantes fueron, en efecto, teólogos, o filósofos con una irreprimible inclinación por lo insondable; y buena prueba de todo ello es la traducción al alemán de la Biblia de Lutero, el hermetismo de Jakob Böhme o el Opus Tripartitum del Maestro Eckhart; y si acaso cabe hacer uso de estos ejemplos primitivos como una piedra de toque con la que analizar algunos otros más recientes, podría decirse que, para los alemanes, el texto a interpretar siempre ha sido el texto sagrado, de donde resulta el hecho de que su hermenéutica siempre haya incurrido en la exégesis, como en buena medida hacía el mismísimo Heidegger, que convirtió el acto de interpretar, de la compresión (Verstehen), en un procedimiento de proporciones ontológicas, en el que algo como el “ser” iba a ser desvelado, siendo el lenguaje su casa, pero también y en la misma medida su prisión. Desde la constitución de esta disciplina, pues, con Schleiermacher, hasta la mastodóntica y soporífera obra de Gadamer, la hermenéutica alemana vincula el lenguaje, y por ende los textos, al desvelamiento de algo que los trasciende, algo que por propio concepto, se precia de eludir las acotaciones tanto como las ambigüedades, algo que no puede ser contenido pero que al mismo tiempo contiene. Y sin embargo hay mucho poder persuasivo en estas paradojas, los textos poco o nada tienen que ver con fantasmas metafísicos. 


La crítica textual anglosajona, influida notablemente por los escritos teóricos de Eliot y de una orientación considerablemente analítica, incluso en este ámbito filológico, gravita en torno a una controversia académica muy reciente en el tiempo. Aquí conviene señalar los tipos puros que entraron en liza: el llamado “intencionalismo real”, y el “anti-intencionalismo”. En el primer grupo tendríamos a J.D. Hirsch, que defendería la idea de que el significado único de un texto se obtiene descifrando el significado pretendido por el autor, que funcionaría así como un principio rector, o “norma discriminatoria”. Este autor ataca la idea de que el significado textual es independiente del control del autor y la asocia con la doctrina literaria de que la mejor poesía es la impersonal, objetiva y autónoma. El anti-intencionalismo, por otro lado, con Wimsatt y Bradsley a la cabeza, en el conocido artículo de la “falacia intencional”, se opondría a esta concepción voluntarista del significado autoral que, en buena medida, remonta sus fundamentos al realismo constructivo goethiano. El contextualismo de Borges, del que es un buen ejemplo Pierre Menard, se adheriría a esta postura, postulando que existen numerosos factores no enteramente intrínsecos al texto, pero que lo condicionan hasta el punto de poder alterar su significado dependiendo de la perspectiva que el lector adopte.

Por último, lo que algunos han denominado la french theory, esa crisálida de autores tan dispares surgidos al abrigo del estructuralismo, estaría enmarcada en posiciones teóricas heterogéneas, que oscilan desde la semiótica hasta el emotivismo, el psicoanálisis y otras propuestas en buena medida refractarias al racionalismo (Bataille, Blanchot). En líneas generales, este foco exhibiría una diversidad tal, que necesitaría ser esclarecido atendiendo a cada autor individualmente, y dicha tarea que sobrepasaría con mucho los alcances de este artículo. Dicho lo cual, me interesa aludir a Roland Barthes en particular, por tratarse de un autor sin parangón e inmensamente rico en intuiciones, con bastantes similitudes con Susan Sontag, la escritora a quien va dirigido este artículo. 


En Contra la interpretación, Susan Sontag defiende una idea de la experiencia literaria que se cifra en el eros y la fruición lectora. Si, como dice la autora,  la primera experiencia del arte debió de ser la de su condición prodigiosa, no sorprende que, nuestra época, caracterizada por el uso indiscriminado de la ironía y un hipertrofiado racionalismo, haya convertido la experiencia estética en, o bien una actividad poco menos que circense, o en un certamen de gramática. El así llamado “anhelo de sentido” ha terminado por ahogar nuestras experiencias estéticas hasta el punto de que ya nada queda en ellas de auténtico disfrute. 


“La actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la industria pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clásico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte.”[1]



            En la mayoría de las situaciones textuales postmodernas, la interpretación “supone una hipócrita negativa a dejar sola a la obra de arte”[2], porque, como es bien sabido en el ámbito político, el arte tienen la capacidad de ponernos nerviosos y de cuestionar nuestras certezas, de aquí que a menudo se haya considerado la vocación artística como una potencia ambigua, casi amenazadora. Al reducir la obra de arte a una interpretación establecida, su potencial de subversión resulta enormemente disminuido. Las lecturas unívocas de una obra, en definitiva, terminan por domesticar la obra de arte.


“La interpretación, basada en la teoría, sumamente cuestionable, de que la obra de arte está compuesta por trozos de contenido, viola el arte. Convierte el arte en artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorías.”[3]



¿Cuál es, pues, la alternativa a esta abrazo asfixiante de la razón, que hace de las obras un simple código con el que traficar? La autora propone un giro que nos haga regresar a las aproximaciones más descriptivas y libres, que se centraban en la forma y en la evitación de las interpretaciones en extremo conceptuosas.



“Lo que se necesita, en primer término, es una mayor atención a la forma en el arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará.”[4]



Necesitaríamos un vocabulario específico, de corte eminentemente descriptivo antes que prescriptivo, de la forma y de las experiencias emocionales asociadas a ésta. No en vano, muchos críticos de diferentes ámbitos han preferido tradicionalmente disolver las consideraciones conceptuales sobre el contenido en consideraciones sobre la forma, y buena prueba de ello son Panofsky, Frye, el propio Barthes. En suma: en lugar de la hermenéutica, "necesitamos una erótica del arte”.[5]



[1]SONTAG, S.: Contra la interpretación y otros ensayos. Traducción al cuidado de Horacio Vázquez Rial. Seix Barral: Barcelona, 1984, p. 20.
[2]Ibíd.  
[3]Ibíd., p. 22.
[4]Ibíd., p. 25.
[5]Ibíd., p. 27.

11 oct 2015

Reduccionismos de género en literatura

Los reduccionismos de género son muy útiles en literatura. Cuando leo a Hemingway pienso en un autor estúpidamente varonil, y cuando leo a Duras pienso en la representación más descarnada de la femininidad. Sentado que no siempre es tan sencillo encerrar una subjetividad literaria en un fenotipo de uso corriente, nunca he tenido reparos en recurrir a ellos, toda vez que, como ocurre en muchas otras áreas de la vida y la cultura, los prejuicios son comunes y hasta aconsejables para un lector. 

Siguiendo esta lógica, si se quiere, un tanto simplista, me gusta imaginar a la persona que está detrás del texto, incluso a sabiendas de cuán vano puede resultar este propósito; y sin embargo no han sido pocas las veces en que he llegado a comprender mejor una novela por el mero hecho de aventurar mis intuiciones personales más allá de lo políticamente correcto. 

Hoy he estado releyendo Kitchen, la novela de culto de Banana Yoshimoto, y la tortuosa desnudez que desprenden sus palabras; no exenta, sin embargo, de serenidad y amniótica paz, me ha procurado más intensidad emocional que un millar de páginas de Víctor Hugo.

3 oct 2015

Stone Junction, de Tim Dodge



"En esencia, la AMO es una alianza histórica constituida, para decirlo suavemente, por criminales, inadaptados sociales, anarquistas, chamanes, músicos, místicos terrenales, gitanos, magos, científicos locos, soñadores y otras almas socialmente marginadas."





Dejando a un lado esa circunstancia tan bien conocida en los foros literarios de baja estofa, consistente en que una novela adquiera notoriedad por motivos poco menos que irrelevantes, si bien de cierto magnetismo mediático, Stone Junction, de Jim Dodge, es una novela singular y tremendamente divertida y, por derecho propio, un artefacto literario con suficientes credenciales estilísticos - los suficientes, en verdad, para que no haya necesidad de aludir al prólogo de Pynchon so pretexto de su lectura. 


En ella prevalece, a modo de hilo argumental, ese modismo narrativo de la conjura que, no por azar, Pynchon ha cultivado en algunas obras célebres, como Contraluz o V. Daniel y su madre, unos auténticos dropouts sin ninguna predisposición para la vida civilizada, son reclutados por un grupo secreto de difícil categorización, y de esta suerte terminan envueltos en un viaje de proporciones épicas, en el que irán desvelándose hechos de vital importancia para el propio Daniel. En rigor, y siguiendo aquí la tradición de algunos autores norteamericanos de la época, como Barth o el propio Pynchon, la novela es una revisión postmoderna de los viejos relatos dieciochescos de formación (lo que, a la sombra de Diderot, los alemanes llamaron Bildungsroman), en los que "viaje" y "descubrimiento del propio ser" son una y la misma cosa.