Así como, honrando aquella frase de A. N. Whitehead
innumerablemente citada, uno ha de escoger entre Platón y Aristóteles cuando se
adentra en la filosofía, en una suerte de bautismo a perpetuidad cuyos efectos
nunca terminan de desvanecerse, también es cierto, y yo siempre he hallado
instructivas estas ramificaciones mentales, que uno ha de inclinarse o bien por
Locke, o bien por Hobbes, quedado de semejante modo escindidas dos concepciones
de la naturaleza humana diametralmente opuestas, de las que, en recta lógica,
emergen como resultado dos teorías políticas irreconciliables.
Ser hombres significa que nunca podremos dejar de ser
bestias. Jacques Callot, en sus grabados sobre la Guerra de los Treinta Años,
nos ofrece una imagen notablemente precisa de esa idea que, desde muy antiguo,
ha henchido los pechos y ha atribulado las mentes de hombres de toda condición
y procedencia; me refiero, y en esta materia desde luego hay lugar para
controversias y caben multitud de argumentos distintos, a la naturaleza humana;
a la capacidad que un hombre tiene para ahorcar a otro, a la envidia y al
engaño, y al pequeño; al pequeño hasta el punto más bajo de la exigüidad,
depósito de solidaridad natural que somos capaces de desarrollar incluso si las
condiciones acompañan.
En efecto, ser hombres significa que nunca podremos
dejar de ser bestias. En La comedia de los asnos de Plauto, de
quien más tarde Hobbes tomará la idea, uno de los personajes asegura que
aquellos que no conocemos son más parecidos a un lobo que a una persona. El
prometeísmo no es sino un subterfugio, un disfraz; porque si algo nos
caracteriza como seres humanos es la rapacidad, lo indigno, el desvalimiento, y
un apetito insaciable. Todo cuanto buscamos es la conservación de la vida.
Pervivir. Y hacerlo en el grado más alto a que alcancen nuestras
potencialidades.