20 oct 2020

Jacques Callot, Plauto y Thomas Hobbes

Así como, honrando aquella frase de A. N. Whitehead innumerablemente citada, uno ha de escoger entre Platón y Aristóteles cuando se adentra en la filosofía, en una suerte de bautismo a perpetuidad cuyos efectos nunca terminan de desvanecerse, también es cierto, y yo siempre he hallado instructivas estas ramificaciones mentales, que uno ha de inclinarse o bien por Locke, o bien por Hobbes, quedado de semejante modo escindidas dos concepciones de la naturaleza humana diametralmente opuestas, de las que, en recta lógica, emergen como resultado dos teorías políticas irreconciliables. 

 

    Ser hombres significa que nunca podremos dejar de ser bestias. Jacques Callot, en sus grabados sobre la Guerra de los Treinta Años, nos ofrece una imagen notablemente precisa de esa idea que, desde muy antiguo, ha henchido los pechos y ha atribulado las mentes de hombres de toda condición y procedencia; me refiero, y en esta materia desde luego hay lugar para controversias y caben multitud de argumentos distintos, a la naturaleza humana; a la capacidad que un hombre tiene para ahorcar a otro, a la envidia y al engaño, y al pequeño; al pequeño hasta el punto más bajo de la exigüidad, depósito de solidaridad natural que somos capaces de desarrollar incluso si las condiciones acompañan. 

 

    En efecto, ser hombres significa que nunca podremos dejar de ser bestias. En La comedia de los asnos de Plauto, de quien más tarde Hobbes tomará la idea, uno de los personajes asegura que aquellos que no conocemos son más parecidos a un lobo que a una persona. El prometeísmo no es sino un subterfugio, un disfraz; porque si algo nos caracteriza como seres humanos es la rapacidad, lo indigno, el desvalimiento, y un apetito insaciable. Todo cuanto buscamos es la conservación de la vida. Pervivir. Y hacerlo en el grado más alto a que alcancen nuestras potencialidades.

 


17 oct 2020

Instagram y la lógica de la asimilación

En el espacio estética y corporativamente constituido que llamamos Instagram no tiene cabida el situacionismo ni ninguna forma tardía de la contracultura. Incluso allí donde se observa cierta voluntad crítica en seguida la cultura afirmativa pone en marcha sus mecanismos de asimilación: lo que ayer era crítica hoy no es sino farmacopea estética, un efímero pasatiempo para ironistas. La noción misma de contracultura está muy lejos de ser operativa y las, llamémoslas así a falta de un calificativo más ajustado, revisiones irónicas y paródicas de la cultura afirmativa a duras penas pueden concebirse como un ejercicio crítico efectivo, toda vez que son de inmediato fagocitadas como memes o meros objetos de consumo: el sistema absorbe lo antisistémico en una maniobra ininterrumpida de autoperfeccionamiento. 

Tomemos, a guisa de ejemplo, las parodias semióticas a propósito de ciertos partidos de extrema derecha: no solo carecen de cualquier impacto duradero sobre la realidad efectiva, sino que terminan operando como un instrumento más de asimilación y amplificación; ocurriendo este fenómeno de un modo tal que, mutatis mutandis, el antagonista que en un principio había sido parodiado eventualmente se convierte en una figura casi entrañable; lo antagónico se vuelve familiar, amistoso, aprehensible

Y de aquí resultaría un interrogante tan fundamental y persistente como poco novedoso: si acaso es posible que en el seno mismo de una cultura dada germine una disrupción legítima; si es posible, en fin, derrocar el sistema mediante el sistema; invocar el silencio utilizando el lenguaje. Ahora bien, esta lógica de la asimilación, en virtud de la cual tanto las manifestaciones de la cultura afirmativa como las de una supuesta contracultura se orientan a un mismo fin, determina lo siguiente: el incremento continuado de la visibilidad es la prioridad absoluta; o dicho de otro modo, el crecimiento de un tipo de sobreexposición cuyo propósito último es, en numerosas ocasiones, monetizar contenidos, reivindicaciones, causas. Ya sea antagónico o protagónico, negativo o afirmativo, todo contenido cultural debe poder operar al mismo tiempo como un multiplicador de consumo: ocurriendo en consecuencia la no poco siniestra paradoja de una opción vegana en el Burger King o de un festival de graffiti subvencionado por el ayuntamiento. La crítica que se convierte en objeto de consumo deja de serlo. El gesto negativo es, por propia naturaleza, no fagocitable: su tendencia o movimiento es una irreconciliable negatividad que se reproduce dialécticamente.  

 Nunca el détournement situacionista fue tan contrario a su cometido originario: lejos de someterse a las distorsiones críticas surgidas cabe sus propios limites, es la llamada cultura de lo dado la que desvía y hace desembocar todo elemento negativo en una misma bandeja de entrada: la del spam