22 oct 2014

Enter the void

El objeto contempla tanto como es contemplado. Soy hacedor de las cosas en la misma medida en que éstas me determinan.
La poética del objeto, si bien poco cultivada entre los filósofos, sí ha sido una preocupación de peso para la literatura, y buena prueba de ello son las obras de Rilke, Ponge o, incluso, Bachelard. No aludo, claro está, a la tarea del aedo, del cosedor de cantos que dedica palabras encomiásticas a las cosas bellas; no al objeto cubierto de meros elogios, sino al momento en que, en efecto, el objeto habla para hacernos callar. Me refiero, en fin, a la literatura que hace el silencio allí donde los cuerpos sobrepujan a la letra escrita. Lawrence Durrell, conocido tal vez por su relación discipular con Henry Miller, realiza en sus obras una idea de los objetos que a menudo pasa desapercibida, tal es su profundidad a la hora de escrutar personas. En el fondo, no es sino la relación problemática entre ambos universos lo que hace que su obra sea tan singular. A tenor de lo cual, hay una idea que, sobre todas, me resulta especialmente sugestiva: el mundo de los objetos es poderoso en un grado tal, que nuestras faltas, infortunios y padecimientos son, en último término, obra suya y no nuestra. Ahora bien: en este esquema ocupa un papel fundamental la ciudad como enclave maldito; figuración final del poder persuasor y corruptor de lo corpóreo. La ciudad respira por nosotros, gobierna los ciclos de lo vivo y lo muerto, y disciplina los cuerpos con arreglo a lo que les es más propio: la carne, la posesión y la culpa. Los personajes de Durrell siempre son piezas sueltas, residuos de polvo que se pierden en la oscuridad perpetua de las noches. Se matan a sí mismos adivinando que es la ciudad quien obra el último y letal gesto.