13 dic 2014

Ars adivinatoria de Schleiermacher a Blumenberg

Nietzsche delcara en algún lugar de El Anticristo que todos los filósofos alemanes son teólogos enmascarados. Lejos de haber desdicho esta idea, la filosofía alemana reciente no ha podido sino aferrarse a sí misma, haciendo del defecto virtud, y de los ejercicios meditativos, un dislatado misticismo. Schleiermacher, teólogo, exégeta y figura orbital del Círculo de Jena, es el iniciador de un linaje filosófico edificado sobre la base de dos conceptos nucleares: la hermenéutica y la Verstehen. Hermes es un médium, el cauce en que confluyen la voz de Zeus y los oídos de los simples mortales. El vocablo synesis (σύνεσις), cuya utilización paradigmática se atribuye a Heráclito, alude a la comprensión del logos por medio de la escucha. También Quevedo escribió que no había placer del intelecto comparable a poder escuchar con los ojos a los muertos. No extraña, pues, que en sus albores la hermenéutica fuese un ars adivinatoria, y que la idea de Verstehen no haya podido zafarse desde entonces del lastre fantasmagórico que lleva consigo.
Ahora bien: como es de sobra conocido, fue Heidegger, y me gustaría poder decir que Dilthey nada tuvo que ver en ello, quien finalmente invirtió la clepsidra, y puso la comprensión a merced del ser, restituyendo el legado parmenídeo que Nietzsche tanto se empeñó en erradicar. Así como se descifra un texto, también se puede llegar al desciframiento del ser, al claro del bosque, al origen del pensamiento que no es sino el pensamiento del origen, allá donde, en suma, radica lo inefable y lo pre-sentido. SI bien existen diferencias, uno creería que Blumenberg y el Pseudo-Dionisio tienen un mismo objeto de reflexión: las metáforas de lo inefable, la voz del silencio, el rayo de las tinieblas, el sentido del sinsentido.
En este punto dado conviene recordar a Rosset. Sabed que no hay exégesis de la existencia sino sólo lo vivido, y que interpretar es menos un ilusionismo teologal que una experiencia erótica. Por supuesto que hay una "legibilidad del mundo", pero me interesa más la de Galileo que la de Alain de Lille y, por encima de todo, interesa convencerse de que dicho mundo no está poblado por espectros órficos, oraculares, sagrados, sino por seres de barro con múltiples sentidos, casi siempre inventados y siempre convencionales.

25 nov 2014

Los prolegómenos de la política

Siendo como son tiempos variamente confusos, proliferan los programas y los decálogos, las soluciones de urgencia para problemas inveterados. Hay quienes defienden que el mal del pensamiento abstracto no es sino su abstracción, precisamente su proclividad a los círculos concéntricos; el repliegue, la vuelta, la autoconstitución. Ahora bien: si la filosofía es un laborioso pleonasmo perpetuado a lo largo de los siglos, la política sería una delación, el gesto elusivo de César Borgia, la hipocresía de la democracia helenística, la crueldad de un centurión romano. Se trata, en suma, de una actividad que vive de los problemas que presuntamente debería resolver. Donde no hay política, no hay problemas políticos. Al proyecto de educar al género humano nunca le han faltado las tentativas; y sin embargo, han sido invariablemente adjudicadas al olvido, al lugar subsidiario que ocupan los delirios utópicos, las abstracciones y todo aquello que la política no puede asimilar del venero filosófico. Escribo estas líneas mientras pienso en Simone Weil, filósofa y profesora de instituto que siempre supo cuáles eran las necesidades materiales y espirituales del género humano. Poseer dicho conocimiento puede corrompernos, y hacer que queramos ocultar las respuestas como un privilegio escondido. Ella no lo hizo.


T.S. Eliot dijo que la obra de Weil pertenecía a ese género de prolegómenos de la política que los políticos rara vez leen, y que tampoco podrían comprender o aplicar. Yo no puedo sino convenir con tales palabras.





22 oct 2014

Enter the void

El objeto contempla tanto como es contemplado. Soy hacedor de las cosas en la misma medida en que éstas me determinan.
La poética del objeto, si bien poco cultivada entre los filósofos, sí ha sido una preocupación de peso para la literatura, y buena prueba de ello son las obras de Rilke, Ponge o, incluso, Bachelard. No aludo, claro está, a la tarea del aedo, del cosedor de cantos que dedica palabras encomiásticas a las cosas bellas; no al objeto cubierto de meros elogios, sino al momento en que, en efecto, el objeto habla para hacernos callar. Me refiero, en fin, a la literatura que hace el silencio allí donde los cuerpos sobrepujan a la letra escrita. Lawrence Durrell, conocido tal vez por su relación discipular con Henry Miller, realiza en sus obras una idea de los objetos que a menudo pasa desapercibida, tal es su profundidad a la hora de escrutar personas. En el fondo, no es sino la relación problemática entre ambos universos lo que hace que su obra sea tan singular. A tenor de lo cual, hay una idea que, sobre todas, me resulta especialmente sugestiva: el mundo de los objetos es poderoso en un grado tal, que nuestras faltas, infortunios y padecimientos son, en último término, obra suya y no nuestra. Ahora bien: en este esquema ocupa un papel fundamental la ciudad como enclave maldito; figuración final del poder persuasor y corruptor de lo corpóreo. La ciudad respira por nosotros, gobierna los ciclos de lo vivo y lo muerto, y disciplina los cuerpos con arreglo a lo que les es más propio: la carne, la posesión y la culpa. Los personajes de Durrell siempre son piezas sueltas, residuos de polvo que se pierden en la oscuridad perpetua de las noches. Se matan a sí mismos adivinando que es la ciudad quien obra el último y letal gesto.


11 sept 2014

Bajtín y las casetas de feria

Desde que el mundo es mundo, los seres humanos han amado el circo por encima de las bibliotecas, y han preferido las bebidas espirituosas a los lexicones de latín. La ciudad provinciana en fiestas no es el escenario adecuado para reconciliarse con el capital emancipador de la humanidad. Por cada documento de cultura, se cuentan en verdad cientos otros de barbarie, de modo que, aunque haya que desdecir a Borges en esto, no parece dable un concordato entre el algebra y el carnaval. Y sin embargo, conviene recordar que la testa stultorum, como observara Mijaíl Bajtín es su célebre libro sobre Rabelais, era el contrapunto necesario a la vida de observancia, de recogimiento y repliegue en las esferas remotas del pensamiento o, en el peor de los casos, de la fe. Sin duda sabemos cómo son las "fiestas de los necios" pero, ¿como serían las de los listos? En el fondo, celebrar lo mundano es cosa menos preocupante que lo contrario.


2 sept 2014

Un Aristófanes por cada Sócrates

En la historia de la filosofía, los episodios de terror descuellan sobre las comedias. Hegel, en quien muchos han visto al culminador de un proyecto filosófico milenario, incluido él mismo, recuerda a la figura heróica y enfermiza que León Bloy asociaba con Nepoleón; y el hecho de que ambos dejarán sus prosecuciones insatisfechas, no hace sino demostrar cuán movidas estaban éstas por la megalomanía. Los filósofos, en suma, se pagan demasiado de sí mismos. Como bien ha observado Clément Rosset, son inhábiles y unidimensionales, casi siempre incapaces de ejercitar la autoironía. De tal forma que, a menudo, decir sistema es tanto como desencadenar el paroxismo, y la palabra totalidad sinónimo del horror. Por suerte, siempre nace un Aristófanes por cada Sócrates.

18 ago 2014

Tradition is the corpse of wisdom

Desde sus inicios, el pensamiento continental ha establecido que la ficción es un opúsculo de la realidad y que, por ende, aquélla es una variante degradada de ésta. Hasta Erich Auerbach, nada o menos que nada se altera en el predominio de lo dado sobre lo narrado, de manera que cuando hablamos de ficción, o cuando la misma ficción habla, a menudo planea sobre el discurso un prejuicio fantasmal, cuando no una moral envenedada. La narrativa norteamericana, y por tal categoría entiendo el linaje que va desde Faulkner a Foster Wallace, pasando por Gaddis, Gass, Barth o Pynchon, ha sido prólija en manifestaciones que contradicen esta idea. En un cuento de Barthelme, uno de los personajes dice: "Tradition is the corpse of wisdom", aludiendo inequívocamente a la vieja guardia del pensamiento europeo; esa tradición que desde hace un siglo malvive fagocitando sus propias creaciones.
La historia de la ficción norteamericana, sin embargo, es un recuento de formas rechazadas o modificadas por medio de la parodia, el manifiesto, el olvido o el absurdo. Ficción es cometer artificios allí donde la vida se convierte en un cadáver.

9 jul 2014

El capullo de oro




Me gusta pensar que la escritura de Marcel Proust es un ejercicio de insomnio literario. La duermevela, el desvelo semiconsciente, es el estado del iluminado, del neurótico trascendido a genio. Es menos una rememoración, que un ensueño; si acaso es legítimo un distingo de esta clase. Después de una vida neurótica y disipada, a los treinta y siete años Marcel Proust abandonó el mundo, se confinó en una celda forrada de caucho, humedecida con el hedor de los sahumerios para apaciguar el asma y, vestido con abrigo dentro de la cama, comenzó a hilar la madeja, la fiebre, el insomnio, el delirio, el capullo de seda que encerraba toda una época no menos delirante. La época de las niñas doradas, de los duquesitos, de la belleza enfermiza y los celos furtivos; del vicio nefando, del esplendor tanto como de la decadencia.
A menudo, soñar es no tanto un proceso proyectivo, cuanto una regresión, y de aquí que utopía y melancolía sean tan confundibles.

4 may 2014

He visto.


He visto. He visto al hombre jugar con dados cargados. He visto poetas transformarse en bestias. 
En rigor, nada de esto es ya posible. Tampoco legítimo. El crepúsculo de los ídolos, lejos de ser un fenómeno episódico, al que seguirían las auroras, el renovado esplendor de los profetas, se ha convertido en un desatinado anacronismo. Los vislumbres. La contemplación a hombros de un gigante. La transfiguración de la imago mundi. Todos son modismos deudores de una retórica de la conmoción que ya no puede ser esgrimida. La visión aguileña del precursor, del hombre póstumo, no puede descubrir cosa alguna, porque la sóla idea del descubrimiento es un contrasentido. Somos enemigos del asombro. No de otra suerte que a través de la revisión podremos hacer del futuro algo promisorio. Ahora bien: no sólo hemos perdido la imaginación utópica, como ya observó Jameson, sino que también hemos agotado el margen para el revisionismo: he aquí la inexorable paradoja. No podemos pensar el futuro, y ello es el resultado de haber fagocitado el pasado con demasiada frecuencia. Por otro lado, el pasado mismo es tributario a un punto tal de nuestras operaciones gástricas, que ya no podemos distinguirlo de una papilla agria y espesa. Por supuesto que a fuerza de volver la mirada, empezaremos a pensar como los cangrejos. Pero no es menos cierto que los esfuerzos de la imaginación, las proyecciones, los catalejos, están empañados. En el mejor de los casos, de ingenuidad, en el peor, de grandilocuencia. La imposibilidad de Nietzsche consiste, y aquí hago mía esa frase tan redondeada que Jacobi le dedicó al sistema kantiano, en que sin él, somos incautos, ingenuos a un grado tal que caeríamos en la alienación; y con él, siguiendo su legado, no alcanzaríamos sino una lucidez que se inmoviliza a sí misma.

21 abr 2014

El conversador


Si, como dice Gadamer, la historia es la conversación que somos, ¿qué papel juega el silencio entre los interlocutores? El conversador trabaja en el espacio de la mudez, mientras que el comunicador, y aquí pienso en Habermas, es solidario con lo manifiesto, con lo transmitido y, por ende, con todo cuanto es explícito por la voz oficial. Ambos son, sin embargo, persuasores. La diferencia estriba en que aquél persuade eróticamente, y éste, racionalmente. El conversador de la historia debe ir a corriente de las palabras, sin pese a todo olvidar cuán tributarias son éstas del silencio.

28 mar 2014

malditismo digital: Tao Lin


Preferiría no hacerlo, y sin embargo, es menester que de cuando en cuando haya quien alce la voz en son de protesta. Hace bien poco, me cayó en suerte asistir a una conferencia del profesor Patxi Lanceros. Tenemos tanta urgencia por avanzar, por sumarnos al tren del cambio, que a menudo olvidamos que el futuro puede hallarse a nuestras espaldas, decía el filósofo. Pues bien: su reflexión ha acometido mi mente hoy mientras leía un artículo sobre el "escritor" Tao Lin. Este "adalid del alt-lit" (alternative literature), la rama hipster de la literatura estadounidense, se ha hecho merecedor de atención por parte de la crítica desde Robar en America Apparel (2012), novela generacional que, al decir de muchos, es una lúcida "reflexión sobre el sinsentido en el siglo XXI". La autora del artículo, Alina Lakitsch, no duda en comparar a Lin con Samuel Beckett y otros "escritores generacionales" de indiscutido renombre en la historia de la literatura. Preferiría no hacerlo, pero no creo que los receptores de la herencia joyceana, autores en muchos casos afectados por ambas guerras mundiales, puedan compararse con ciertos jovencitos neoyorquinos que hablan sobre Internet en sus novelas. Si este es el testimonio generacional que abanderará la nueva literatura, prefiero buscar el futuro a nuestras espaldas. Prosigue Lakitsch: "Taipéi es el título de su última novela, que gira alrededor de las drogas, las fiestas que acaban en vacío y los amores estériles". O dicho, en fin, de otro modo: el enésimo fraude autobiográfico de un joven que considera que su estúpido malditismo digital puede arrojar interés para otras personas. Su protagonista es Paul, un joven escritor que malgasta su tiempo en internet, se atiborra de fármacos y se rodea de personajes apáticos incapaces de expresar lo que sienten. En definitiva, la novela de un incomprendido; otra autoalabanza de un duquesito calavera. El diletantismo y la frivolidad como los nuevos valores de la intelligentsia. La alegoría de un mundo anómico, donde el amor es un protocolo ocasional inducido por las drogas. A decir verdad, un motivo sobeteado desde hace aproximadamente cien años. La diferencia entre Beckett y Lin, y me avergüenza tener que incidir en esto, radica en que aquél fue testigo del verdadero sinsentido; el sinsentido que aniquila a las personas y las priva de un lenguaje emancipador, mientras que éste sólo lo escenifica con propósitos abiertamente mercantiles. Ya lo decía Brecht, el malestar estético es la preocupación de quienes no tienen preocupaciones.

14 mar 2014

Didactismo


Las reflexiones de Ranciere o Eagleton en atención a los orígenes ideológicos de la estética, entendida tal cosa como fenómeno en íntimo arraigo con la política, me infunden no pocas dudas. Bien que por móviles diversos, ambos autores concurren en una idea común que, por lo demás, nada tiene de iluminadora. Emancipación y dominación, burguesía revolucionaria tan pronto como allegada al poder dominante. Ambos son sobrehaces de la confundible moneda del arte, como en definitiva ya sabía Schiller. En el último libro de Eagleton, dedicado a la literatura, el autor se pregunta si acaso un panfleto didáctico no puede encerrar arte, si acaso no hay cosa como una propaganda que pueda atraer nuestra atención conforme a motivos estrictamente estéticos. ¿Por qué albergamos animosidad, enconados prejuicios frente al didactismo? Es claro: el didactismo alecciona, nos enseña qué debemos pensar, y no que simplemente debemos pensar, sin una orientación programada de antemano.

21 feb 2014

Autoficción: ¿nombres nuevos para viejas prácticas?



 

En sentido lato, puede decirse que mi investigación discurre a tenor de dos hechos que han maravillado al entendimiento filosófico desde muy antiguo. Aludo, por un lado, a aquello que llamamos ficción, es decir, el hecho cautivante de que exista algo falso capaz de erigir realidades y, por otro, a la identidad, el enigma de si acaso es dable algo como un centro, una unidad subjetiva, y no una diversidad proteiforme de apariencias en lo que atañe a los sujetos y a la realidad misma por añadidura.
Ambos son motivos que atraviesan la narrativa de Vila-Matas de punta a cabo. Y lo hacen en una medida tal, que podríamos tomarlos como elementos hipotéticos de una estética, como programa encubierto, como teoría secreta disfrazada de anti-teoría. La supuesta estética de la autoficción, sin embargo, no es cosa cuyo monopolio pertenezca exclusivamente a la actualidad. Veamos por qué.
En aras de averiguar si tiene sentido invocar esta categoría para caracterizar la obra vilamatiana, he propuesto en mi investigación una genealogía que se remonta al romanticismo alemán. Allí, en autores como Friedrich Schlegel, encontramos precedentes teóricos que ponen de manifiesto cuán fecunda ha sido esta problemática para los filósofos y literatos de todos los tiempos. Y aun cuando historiográficamente la acuñación de esta categoría a menudo se ha circunscrito a la polémica Lejeune-Doubrovsky en el seno de la crítica francesa de los años setenta, la cuestión ha estado presente en la tradición occidental desde sus mismos albores. ¿Cuál es, pues, esta cuestión nuclear? ¿Cuáles son las paradojas que comprometen al emparejamiento de identidad y ficción? Helas aquí: cuando un sujeto creador, sea éste un filósofo o un literato, se presenta ante aquellos que serán sus potenciales receptores, ¿cómo lo hace? Más que eso: ¿cómo se presenta ese sujeto creador ante sí mismo?
Interrogantes tales son los que espolean la obra de Vila-Matas. Y sin embargo, su caso es harto tardío, casi epigonal. Tomemos como ejemplo el género de la confesión; esa figura literaria cuyo cometido es la plasmación de un yo que trata de esclarecerse a sí mismo. No son en modo alguno parvos los ejemplos que se podrían referir a este respecto. Tenemos a San Agustín, pero también los ensayos de Montaigne, la confesión de Rousseau, la anamnesis identitaria de Proust, y tantos otros. Ahora bien: el caso Vila-Matas descuella frente a todos ellos por su mucha originalidad. En él, por ejemplo, el género post-proustiano de la rememoración ficcional no pasa por autoficción, como tampoco lo hace la autobiografía con fisionomía de cuento. Para Vila-Matas, subsiste la sospecha de que, allí donde hay confesión del yo, hay al propio tiempo y forzosamente su ocultación. Y en la medida en que tal cosa ocurre, el autor comienza a abrigar la sospecha de que posiblemente la creación consista en una apertura a los muchos otros que siempre y soterradamente anidan en el uno. Todo confesor es un falsario. Confesar el yo sobre el papel en blanco es una trampa: autoficción no es otra cosa que la autobiografía bajo una sospecha tal. Si, como parece apuntar Vila-Matas, la sola posibilidad de decir yo está estrechamente relacionada con la posibilidad de escribir, el espacio autobiográfico se nos aparecería en consecuencia como aquella dimensión cabe la cual hay lugar para instaurar un “ser uno mismo” tanto como un “ser el otro”. La autognosis, como creía Ricoeur, la cifra este autor en el momento en que la mismidad se avecina con la otredad.