27 ago 2016

Mishima y Tolstói, o el artista asceta

Tolstói y Mishima, controvertidos portavoces de dos culturas tan dispares y a la vez tan estrechamente emparentadas, cohabitan un mismo tormento artístico. Ambos son artistas poseídos por un mórbido ascetismo. Como si sus miradas estuvieran clavadas en el espejo torcido de la psique profunda; precisamente allí donde placer y repugnancia son indiscernibles. Como si, en definitiva, hubieran comprendido que la melancolía salvaje que posee la carne atrae al intelecto tanto como lo repele. Su hogar, pues, es el intervalo que separa la bruteza carnal de la integridad intelectual porque, ¿acaso no es justamente este el paradero del Gran Arte? 

El narcisismo siempre ha sido un buen combustible literario. Pero también lo es la ansiedad. En rigor, primero se escribe con la exaltación estética como fin, y después, espoleado por la angustia. Una cosa sigue a la otra con la misma naturalidad con que la noche sucede al día. 

8 ago 2016

La ingenuidad de los críticos de cine


Revivir viejos estímulos tiene el gusto de un placer infantil. La inteligencia, por su parte, es una suerte de vejez del asombro; no en vano a menudo se ha defendido que el genio poético implica proporciones semejantes de apasionamiento y displicencia. De aquí resulta esa condición diletante que casi sin excepción se atribuye a las mentes inquietas, como si fuera de todo punto imposible conciliar constancia y desafío en un mismo paisaje creativo.

Sea como fuere, las vocaciones olvidadas regresan episódicamente con la obstinación de un eco remoto. No hay ciencia allí donde falta el recuerdo, por eso siempre es saludable confrontar el acomodamiento intelectual con eventuales viajes al pasado. La literatura, en fin, es sumamente pródiga en esta virtud. Lejos de lo que parecen insinuar algunos postulados un tanto fatalistas, y me refiero a esas voces que desde hace un tiempo proclaman el agotamiento de las letras, nunca escasearán en literatura los motivos ejemplares para desistir del tedio intelectual. Borges, lúcido y breve como pocos otros en este tipo de intuiciones, decía que hasta el más desprolijo telegrama podía encerrar cierto componente de ingenuidad literaria.

Pues bien, antes mencionaba que, en mi caso, sólo la literatura consigue que esta niñez de la inteligencia prevalezca de forma duradera. Recientemente, y como consecuencia de ciertas circunstancias más o menos fortuitas, he tenido la suerte de profundizar en un género que siempre he tenido al alcance pero que, por motivos que de nuevo obedecen más al azar que a la voluntad, no ha gozado de un puesto prominente entre mis lecturas. Aludo a la crítica cinematográfica, región subsidiaria de la crítica literaria y artística, pero sin duda con particularidades únicas no exentas de valor y originalidad. Hay una cualidad en este campo que, a mi juicio, descuella sobre cualquier otra. Me refiero al odio. O, mejor dicho, a una forma de odio que es más un artificio que un ejercicio de auténtica enjundia. En calidad de profesionales a sueldo, los críticos de cine con frecuencia se ven arrastrados a esa situación paradójica tan recurrente en todo oficio vagamente humanista: escribir sobre algo espurio. Las películas de entretenimiento, esos artefactos a menudo injustamente conceptuados por los expertos, y que en este tipo de cenáculos reciben el nombre de "placeres culpables", siempre acopian las mejores reseñas. Que una pluma tan diestra y esmerada malgaste sus buenas letras sembrando odio y, por supuesto, teniendo por objeto de repudio una película enteramente ajena a tan hipertrofiado lenguaje, es una de las cosas más maravillosas y, por qué no decirlo, literarias que existen. Aquí, sin duda, pienso en El placer de odiar, de William Hazlitt. Porque, ¿qué es el ensayo sino esa postulación de trazo grueso tan afecta al maniqueísmo, pero con la virtud, verdaderamente singular, de seducirnos mientras nos demuestra cuán estúpidos somos?