La
mueca dilatoria de la originalidad, en una pura locura de luz muerta infinitamente
recurrida hasta frisar el umbral de lo imprescriptible, halla, por boca de los
ontólogos del ojo; quienes al avenirse al embeleso iconólatra han perseverado
mucho en la mueca y nada en la dilación, un legatario predicamento al arreglo
de la observación pura. “Cuanto más alto subo, tanto más desprecio al que sube”
(Nietzsche): alguno desearía, salve que quizá infusamente, “arrojar la esclarea después
de haber subido por ella” (Wittgenstein). La superación del lenguaje es dicterio
de sí misma; su gestación, ni bien desde su edad larval, era ya augur de
muerte; y la agrafía, el impugnador soborno de la esencialidad.
Henos
aquí careados por la focal univocidad de la antipedagogía de la imagen pura, la
cual, tan pronto como se convierte en el cacareo del discipular dije goethiano de
la imagen como siempre ya toda doctrina, es amonedada por efectivamente eso
mismo doctrinario. Mefistófeles propugna que “toda teoría es gris”, y Werner
Herzog devota leves e impoéticos quejumbres a la idea de que la imagen nada
necesita ya de los “virtuosos de la sintaxis”. La parva licitud de esto último
antedicho, cuyo cierto donaire conclusorio no quiero condecorar ni amortiguar
por cuanto él mismo radica en autodesaprobación, estatuye, a lo que parece, que
la literatura es reductible a virtud de sintaxis, y ésta, nos cabría a
nosotros aventajar, a los espurios abracadabras diafásicos que los
tardojoyceanos extraen del capítulo de preguntas y respuestas del Ulysses (III, §17). Quienes no obstante ponderan el descargo a la agotabilidad del
lenguaje como licencia siempre en cada caso arribada con intenciones de
deserción, casi se dijera que como alegato a favor de la indulgencia cuando la sistematicidad
flaquea, no pueden por menos que ensayar una ceja enarcada de escepticismo: allí
donde la fascinación demanda suplantar un lenguaje por otro tenido por
superior, allí donde, más que eso, la depuración perfectible de los lenguajes
concurre en el coeficiente cero de lo discursivo, a saber, en la
autorreferencialidad que se mira a sí misma y a quien nadie mira, allí verosímilmente
localizaremos no una obsolescencia en las formas de contar, sino una endeblez
de contenido. El claroscuro elíptico, santo y seña de la ilimitación de la
literatura, acucia la imaginación poética; v.gr., cada lector es diverso al
conjurar mentalmente el proscenio ferroviario de Anna Karenina: la emisión del
infolio es, a cada vez, la misma, mientras que la recepción, como Jauss
reconvino meritadamente a Adorno, es recursivamente intransferible,
irreproducible.
(Dibujo del tren de Anna Karenina, por Vladimir Nabokov, c. 1950)
El
lenguaje visual, por lo menos en tan riesgosa vecindad como cualquier otro de
las perversiones de una sintaxis sobreempleada, aveza la fijeza en la
captación; la pupila roja en la cámara oscura prepara y completa velis nolis la mostración a la manera de
una argumentación icónica: la imagen “se contempla viendo, mira para verse
mirar” (Sartre), y entretanto al espectador se le procura, sin él saberlo, una
experiencia de exclusión charolada por el embeleco sólo a medias participativo
del making of. Ocurre una
equipolencia entre observación pura y desparticipación absoluta. La completud
tautológica de la imagen es una fabricación del efecto; ésta epata sólo a quien
considera literatura sinónimo –o palmario pleonasmo- del tedio, del espesor. El
cerebro tiene su propio pensamiento al margen de nuestro pensamiento, al margen
de nuestras tipificaciones –en ningún caso sustraídas al prurito metaforizante:
pensar en imágenes es tan absurdo como pensar en palabras.