12 abr 2013

UN NOVELISTA TRADICIONAL: THOMAS PYNCHON.



           Si el abono que mis participaciones pudieran procurarle a este blog sirviera para fructificar con claridad aquello que de otro modo permanece indescifrado, no postergaría en un solo día más el momento de zanjar esos comentarios acerca de Pynchon que largo tiempo vengo adeudando a ciertas personas, pues no se me ocurre de qué otra forma podría yo medrar en mi parvo conocimiento de este autor que ponderándolo en público certamen, ni cómo mejor podría disipar mis dudas a su respecto que disipándolas junto con aquellas mentadas personas. Sea dado que esta comparecencia venga a liquidar una tal deuda. 

            Aquí, y en fin aludo a este espacio subsidiario del comentador por el cual tamaña veneración profeso, es de justicia que apele, así fuere de un modo enteramente sujeto a provisionalidad, a los motivos a fuer de los cuales Pynchon habría de ser incuestionablemente incluso en el honorable registro de maestros literarios de todos los tiempos; y más que eso intentaré demostrar que una inclusión tal, toda vez que obedeciere a los principios de una agonística general de cuño bloomeano, se fundaría en una lectura transformadora de la tradición. Y erraría de punta a cabo quien hiciere pasar por rompimiento aquello que tan sólo es una flexión, una vergencia que abunda en el restablecimiento del tejido ajado de la historia literaria universal, de tal forma que cuanto aparece nimbado de clasicismo en ésta, lo baña Pynchon de una luz rara vez acostumbrada, una luz paródica que, sin embargo, no surte el efecto de la desfiguración sino sólo aparencialmente. El castillo de la tradición, me parece, no se derrueca tan presto. 




            No conformes con esta imputación de rupturismo, también son muchos quienes han dado en entender, y me abstengo de juzgar por lo pronto con qué grado de autoridad, que la suya que por poco se asimila a una teratológica roman à clef, es una obra sin parientes conocidos, sin linaje o consanguinidad, sin, en fin, una genealogía por cuyos cauces poder remontarse, salvo acaso por esa excepción que algunos han querido equivocar en Foster Wallace, a quien nadie en su sano juicio le cabría reputar como legatario de la obra pynchoniana más que a él mismo. Quede por la presente asegurado que quien aquí manuscribe, y no son pocas lecturas las que en su haber cuentan, considera fuera de propósito atestiguar esta opinión con prolijos guarismos y filologías: se echa de ver por sí solo que Wallace y Pynchon son vecinos a lo más por cuanto toca a la patria y la lengua, y aun en esto cada cual diverge de su respectivo tal y como un napolitano diverge de un florentino, por más que ambos cohabiten una común lengua y territorialidad. Vaya sin más dicho que Pynchon es un romancier sentido estricto, mientras que Wallace sólo lo es en causa adventicia. Pero bien es que se me permita colmar la laguna mental derivada de un así sentencioso pronunciamiento, y ello en provisión de la renuencia que pudiere ser derivable de la derivación. 

            El psicoanalista no puede sino raramente trascender los análisis a que su psique alcanza a elevarse, pues, ¿qué de ulterior hay en el psicoanálisis que no sean los datos del propio psicoanálisis? ¿Puede denominarse tal un autor que está perdidamente embotellado en las propias circunvoluciones de conciencia; un autor que se mueve sin concederse otros polos o movimiento que los que están inscritos en el epiciclo de su propio cerebro? De todo cuanto hace gala en sus escritos Foster Wallace, tahúr mental o psicoanalista de las neurosis del nuevo siglo, es muy pequeña porción aquello que no es él mismo, y aun cuando su obra afecte denuedo y maña por tejer y destejer el ovillo de sus complejos y ansiedades, la impresión que hace presa en el lector es una y la misma: su relojería mental está desbarajustada con una gravedad punto menos que irreparable, y a juzgar por el modo como se enrosca su narrativa, se dijera que en figuras concéntricas y recursivas, nada cuesta creer que Wallace se supiera prisionero de sí mismo. No ha habido época que con más justedad contorneara los delicuescentes contornos del iluminado, de la mente trascendida a santidad que la antigüedad helénica. La inhabitual tríada de mystis, pistis y gnosis es aquella en que coadyuvan el “cerrar los ojos”, la fidelidad ciega y el arrobamiento de luz cognoscitiva. En efecto, los arrobamientos de Sócrates, Porfirio, Bunyan, Böhme, San Juan de la Cruz, Eckhart, Luria o Swedenborg acuden a nuestra memoria en este punto dado, pero lo que con más calado nos embarga es que los mismos iban indesligablemente encordelados con trazas de vesania y malestar. Eugenio Trías es responsable de la propugnación que así dicta: la conciencia que se piensa a sí misma es homicida. Yo no puedo sino congojosamente secundar su enseñanza. 

         Quien recuerde y tenga presente algunos otros lugares de este blog, pero de especial manera el convencimiento explicitado en una entrada reciente conforme al cual era dable un distingo entre literatura positiva y literatura negativa, hallará que a fuer de esta consideración la narrativa de Foster Wallace bajo ninguna concesión podría ser decantada en pro del grupo negativo, puesto que en razón de su contenido, y aún en lo tocante a su estilística, la suya es una propuesta, amén de mostrativa aquí y allá de algún que otro arranque de ingenio y lucidez, posesionada por la identidad, y si de cualquier modo hubiera de ser ésta congraciada con alguna condecoración honorífica a la que sus fervientes correligionarios no pudieran renunciar, tal sería antes que nada el resultado de un erótica de la novedad y la irreverencia, y no del justo cotejo de la tradición. Creen, ay, que aquel hombre fue un gran señor entre ingenios, pero mucho temo que no pasa de ser, en puridad, un ingenioso entre señores. Que a esos que así creen les quepa recoger las migajas de la mesa de los maestros de antaño.

          Nada podría resultar más venturoso a la conformidad de la compleción del acervo pynchoniano que acometer una explanación de cada uno de sus jalones, pero comoquiera que tales serían abundancias de muy recóndito alcance, dado que tres de sus títulos franquean luengamente el millar de páginas y otros cuantos son asimismo largos de densidad por causas de jaez diverso, a saber, esa parábola y glosario cabalístico-freudiano que es La subasta, esa alucinación beatnik que es V; y dado así también que como usual soy condicionado por los rigores formularios del artículo, que no toleran las prolijidades minutissime enumeradas, he resuelto ser amigo de brevedades y apenas si pesquisar tres de sus libros. Incoo con El arco iris de la gravedad, del año de 1973.  

          Por tupidas y geológicas que sean las estratificaciones que cristalizan en esta obra, esto es, por inextricable que sea el dédalo de vertientes y subvertientes diegéticas que vienen a afluir en los más disparejos abrevaderos narrativos, y por mucho que sea patente hasta la premeditación cierta proclividad al anacoluto y a la deconstrucción en la misma; en razón de todo lo cual nada de raro tiene que hasta el lector más encopetado termine por descabalarse; pese a todo ello, bien digo, el desgobierno es conducente a alguna parte: quién sea acaso objeto de una trayectoria errátil, ora el propio Pynchon, ora Slothrop o ora el lector mismo, permanece en duda. Mas acaso donde hayamos de ir a buscar la disipación de la duda sea en la disipación misma: la de esas tres figuras sometidas por igual al extravío con resabios de Bildungsroman a cuyo término tal vez una redención pueda ser consumada. He aquí que ya por fin paramos mientes en los estribaderos canónicos del autor. Es de cumplido reconocimiento que ya la Ilustración prerromántica, la de los Sterne, Goethe y otros arracimados en torno a la incipiente narrativa por entregas, pudo consignar una preceptiva en acuerdo al relato de peripecias, consistente en el desenvolvimiento de un viaje, no menos metonímico que real, en el cual la caracterología de un sujeto era movilizada a través de en efecto distintas andaduras y periplos que, como ya observara Novalis, tan pronto pueden ser ad intra como al cabo ad extra. El yo cambiadizo y lábil de Slothrop comete una ejercitación transformista de sí mismo como propedéutica llamada a robustecer lo interior frente a los embates y las anfractuosidades del exterior, en relación al cual, por consistir de apariciones alucinatorias, carnaval, opereta y bufo dramatismo acaecido en un navío preñado de locos, y por, asimismo, estar poblados estos irreales proscenios por psiquiatras pavlovianos fuera de sus cabales, ingenieros armamentísticos que en otro tiempo fueron cándidos amantes, o núbiles nínfulas anhelosas de depravación y sadismo, no cabe negar que su relevancia temática es verosímilmente asimilable a la de la novela misma, no en vano no han faltado quienes han sostenido que el motivo vertebrador o medular de El arco iris es “La Zona”, ese lugar cuasi burroughsiano en donde quienes están perdidos llegan, inexplicablemente, a encontrarse. Y si todo lo antedicho puede aplicársele a esta obra sin que pesen sobre nosotros remordimientos por haber incurrido en tergiversación, cuánto más lícito no será seguir de ello que, por cuanto tiene esta obra de entronque y reedición farcesca de los perfiles clásicos de una novela de aprendizaje, su parentela literaria osaría yo remontarla a hitos de la estatura de un Wilhelm Meister.  
  
         En verdad que estas apremiadas analogías y familiaridades entre literatos pueden originar tal vez indeseado efecto entre cuantos de mis lectores sean escépticos y refractarios de la juiciosa ponderación, cuyos entendimientos están tan a menudo empañados por el dictado de la razón desmitificadora; pero en modo alguno disturbarán los cabales del lector versado y avezado en piezas universales, quien posee plena conciencia de que una analítica digna de tal nombre y causa precisa del amparo de la comparación, y que aquello que por sí mismo es portador de inexplicabilidad es menester darlo a revelación por medios de contraste y deixis. Quienes por poco que sea me conozcan sabrán que he sido siempre muy ducho de disputar con otros en aras de ir a dar en una mejor resolución, y que he incluso llegado a declinar de la manera más perentoria y descomedida juicios por el mero hecho de no coincidir con los propios en algo que tal vez, andando el tiempo, yo mismo he podido someter a reforma con la misma discriminación y encono que entonces me movió a fundarlo. Si cuanto deseamos es incrementar el depósito y la ductibilidad de nuestros conocimientos, es por demás ventajoso contender con interlocutores controversistas, pero para revalidar nuestras opiniones, lo mejor es discutir con interlocutores anuentes, a fin de que así las que sean sus victorias y coronaciones obtenidas en base de razón y experiencia puedan serlo también de nuestro fuero. En consecuencia, tómense en virtud de hipótesis comparativa y mudadiza aquellos contenidos que con anterioridad he dado en sostener, en la confianza de que mis desaciertos y acostumbramiento a la sentencia taxativa puedan quedar compensados por el reconocimiento general de que en el intercambio de desafueros y, por tanto, en el proceso de cambio que al mismo compromete, estriba el acercamiento a la verdad. Sea por lo mismo, es decir, por mor de ese proceso explicativo consistente en contraluces y justicia conmutativa cometida a golpe de martillo, disculpada esta tolerable digresión; paso acto continuo a recensar las dos obras restantes.     

  
          Si bien no es inexacta la detección de un viraje en la obra pynchoniana con posterioridad a El arco iris, menos cierto no sería dar en suponer que pese a este desvío a barlovento, la solución de continuidad de su obra no se ha visto bajo ninguno concepto hendida por el sibilante y renegador sonido de la guillotina, puesto que, si atendiéramos a Mason & Dixon (1997) desde la óptica que la hipótesis en que no he podido dejar de insistir facilita, habida cuenta de la cual este autor nos era representado como un novelista experto en los missreadings creativos a cuenta de la tradición, comprobaríamos que ésta es una obra que revisita el genuino motivo del quijotismo, a saber, la paridad alegórica de dos talantes que, de nuevo durante el transcurso de un viaje de autodescubrimiento, llegan a copertenecerse y aún a aprehender el núcleo de vitalidad que el proceloso mundo de los hombres esconde. Pero muy parco sería el honor con que gratificaríamos a esta obra si meramente la hiciéramos caer bajo la categoría de una reedición, ya que está la susodicha tan lejos de recaer en el ejercicio de género, que bien pudiera decirse de ella que ninguno definido la acoge. Me sea permisible una rectificación, por mejor decir: los ejercicios de género pynchonianos acarrean una transfiguración con respecto a la reglamentación de la que éstos originalmente parten, conque allí donde el relato tradicional resulta insuficiente al cometido de una trasmutación, el autor resuelve confeccionar otra cosa a partir del mismo; tal y como, en el fondo, ha ocurrido siempre, si no con todas, sí con una buena parte de las obras novadoras y de fuste, las cuales, con frecuencia, no constituyen sino la notificación por parte de una época de cuán obsoletas resultan las intendencias de aquella otra que inmediatamente la respaldó y, por ende, la determinación de lo nuevo por sobrepujar lo pasado sin, no obstante, arrumbarlo en el camino. En consecuencia con esto, no parecería idea errada calificar a Mason & Dixon como un inmejorable ejemplo de la índole de metaficción histórica hacia la cual Pynchon se halla indisimuladamente tan inclinado, no en vano también hay algo de este proceder en Contraluz (2006); y que siempre ostenta asomos de ucronía, de tal forma que pareciera como si el autor tratara de plasmar cierto raro tipo de filosofía contrahistórica, con la finalidad, cabe suponer, de demostrar que aquellas inflexiones de la historia que de ordinario se nos antojan tan perladas de fatalidad, épica y máxime providencialidad, bien pudieran haber tomado una singladura harto distinta: en ese instante crepuscular o finisecular del XIX cabe tanta matemática pre-hilbertiana como esoterismo ouspenskiano; tantos anarquistas y dinamiteros como incipientes veneradores de la obra de Tesla, tanto magisterio universitario en Gotinga como insensata incursión a través del desierto de Gobi. Y casi todo cuanto de ésta obra diga vale, con leves mudanzas, para el caso de Mason & Dixon, pues se echa de ver a las claras que en pareja medida la una como la otra cometen el procedimiento de la apropiación y ulterior relectura, pues, ¿qué son Los chicos del azar sino Flask, Stubb y Starbuck redivivos? Donde la historia flaquea, es menester que haga su aparición la ficción. Y donde la ficción corre el albur de irresponsablemente franquear el umbral de la inverosimilitud, es menester que la historia depare su correctivo; pues así como hay profusión de ramificaciones y zigzagueantes meandros en el ambivalente relato de la historia; ese de cuya fiabilidad a menudo se ha dicho que depende de quién sea el detentador del códice, así también ocurre que sus líneas serpentinas pese a todo nunca llegan a seccionarse, sino que siguen un decurso ininterrumpido, de un modo tal que pueda armonizar la linealidad causativa del vector y el evanescente gesto de la parábola, tal y como parejamente armonizan luz y sombra; y a buen seguro que no habrá quien, tras de haber leído a Pynchon de guisa detenida, sea capaz de considerar estas polaridades como mutuamente excluyentes, puesto que al fin y al cabo entre ellas media la fertilidad de la contraluz o la semipenumbra, o comoquiera que demos en llamar este inenarrable hecho de la fusión de contrarios.

      Sin duda la mía sería muy ingrata cortedad si a saber concluyera este sorpresivamente dilatado excurso sin haber mediado por entre su avance con algo respectivo a la estilística de este autor, y a ninguno de entre aquellos conocidos míos arriba mencionados se le ocultará que a estos menesteres, y me refiero claro está al hecho de reparar con celo punto menos que compulsivo en los rasgos de estilo de un literato, soy yo por lo demás muy dado, de modo que si he postergado penosamente y  por causa de injustificada y espuria dilación, a la que no obstante de ordinario me inclinan ciertos móviles de índole formativa, aquello cuya presentación habría habido de figurar muy de la partida, ello me debe ser disculpado en beneficio del honor que a un escritor novel pueda caberle a cuenta de su oficio. Sea pues que acto continuo subsane mi morosidad: la prosa proteiforme de Pynchon, con su plurivalencia, versatilidad sin par y genialidad imitativa que habría de cubrir de rubor los modales telegráficos que hoy día tienen primado sobre cualesquiera otros, atravesada como está por préstamos del idiolecto científico, por neologismos de acuñación propia, y por esas oraciones paralípticas de relativos alejadísimos de su sujeto, se asemejaría, si y solo si nuevamente concediéramos pábulo a mi hipótesis, a un registro polimorfo y camaleónico, tan capaz para el pastiche dieciochesco, como de hecho es el caso de Mason & Dixon, como para el realismo multiperspectivista, como tal es el caso del drama de vendetta familiar de los Traverse. Y poco peso y fundamento entrañaría una incriminación de ausencia de fijeza en el estilo que malamente pudiera confrontársele a la excelencia adaptativa de Pynchon, pues, bien al contrario de esa creencia a que dan crédito quienes sostienen que el estilo consiste, velis nolis, en la uniformidad y en la mismidad, la narrativa de Pynchon se alzaría como su perfecta contrarréplica, porque su estilo, aun cuando ostente ascendencias muy varias, a saber, Shakespeare, Melville o Dickens, no comulga en cambio con lealtad ninguna, a sabiendas de que el acomodamiento estilístico es no pocas veces antesala de la esclerosis y el anquilosamiento.