Si
el abono que mis participaciones pudieran procurarle a este blog sirviera para
fructificar con claridad aquello que de otro modo permanece indescifrado, no
postergaría en un solo día más el momento de zanjar esos comentarios acerca de
Pynchon que largo tiempo vengo adeudando a ciertas personas, pues no se me
ocurre de qué otra forma podría yo medrar en mi parvo conocimiento de este
autor que ponderándolo en público certamen, ni cómo mejor podría disipar mis
dudas a su respecto que disipándolas junto con aquellas mentadas personas. Sea
dado que esta comparecencia venga a liquidar una tal deuda.
Aquí, y en fin aludo a este espacio
subsidiario del comentador por el cual tamaña veneración profeso, es de
justicia que apele, así fuere de un modo enteramente sujeto a provisionalidad, a
los motivos a fuer de los cuales Pynchon habría de ser incuestionablemente
incluso en el honorable registro de maestros literarios de todos los tiempos; y
más que eso intentaré demostrar que una inclusión tal, toda vez que obedeciere
a los principios de una agonística general de cuño bloomeano, se fundaría en
una lectura transformadora de la tradición. Y erraría de punta a cabo quien
hiciere pasar por rompimiento aquello que tan sólo es una flexión, una
vergencia que abunda en el restablecimiento del tejido ajado de la historia
literaria universal, de tal forma que cuanto aparece nimbado de clasicismo en
ésta, lo baña Pynchon de una luz rara vez acostumbrada, una luz paródica que,
sin embargo, no surte el efecto de la desfiguración sino sólo aparencialmente. El
castillo de la tradición, me parece, no se derrueca tan presto.
No
conformes con esta imputación de rupturismo, también son muchos quienes han
dado en entender, y me abstengo de juzgar por lo pronto con qué grado de
autoridad, que la suya que por poco se asimila a una teratológica roman à clef, es una obra sin parientes
conocidos, sin linaje o consanguinidad, sin, en fin, una genealogía por cuyos
cauces poder remontarse, salvo acaso por esa excepción que algunos han querido
equivocar en Foster Wallace, a quien nadie en su sano juicio le cabría reputar
como legatario de la obra pynchoniana más que a él mismo. Quede por la presente
asegurado que quien aquí manuscribe, y no son pocas lecturas las que en su
haber cuentan, considera fuera de propósito atestiguar esta opinión con
prolijos guarismos y filologías: se echa de ver por sí solo que Wallace y
Pynchon son vecinos a lo más por cuanto toca a la patria y la lengua, y aun en
esto cada cual diverge de su respectivo tal y como un napolitano diverge de un
florentino, por más que ambos cohabiten una común lengua y territorialidad.
Vaya sin más dicho que Pynchon es un romancier
sentido estricto, mientras que Wallace sólo lo es en causa adventicia. Pero
bien es que se me permita colmar la laguna mental derivada de un así
sentencioso pronunciamiento, y ello en provisión de la renuencia que pudiere
ser derivable de la derivación.
El psicoanalista no puede sino
raramente trascender los análisis a que su psique alcanza a elevarse, pues,
¿qué de ulterior hay en el psicoanálisis que no sean los datos del propio
psicoanálisis? ¿Puede denominarse tal un autor que está perdidamente embotellado
en las propias circunvoluciones de conciencia; un autor que se mueve sin
concederse otros polos o movimiento que los que están inscritos en el epiciclo
de su propio cerebro? De todo cuanto hace gala en sus escritos Foster Wallace,
tahúr mental o psicoanalista de las neurosis del nuevo siglo, es muy pequeña
porción aquello que no es él mismo, y aun cuando su obra afecte denuedo y maña
por tejer y destejer el ovillo de sus complejos y ansiedades, la impresión que
hace presa en el lector es una y la misma: su relojería mental está
desbarajustada con una gravedad punto menos que irreparable, y a juzgar por el
modo como se enrosca su narrativa, se dijera que en figuras concéntricas y
recursivas, nada cuesta creer que Wallace se supiera prisionero de sí mismo. No
ha habido época que con más justedad contorneara los delicuescentes contornos
del iluminado, de la mente trascendida a santidad que la antigüedad helénica.
La inhabitual tríada de mystis, pistis y gnosis es aquella en que coadyuvan el
“cerrar los ojos”, la fidelidad ciega y el arrobamiento de luz cognoscitiva. En
efecto, los arrobamientos de Sócrates, Porfirio, Bunyan, Böhme, San
Juan de la Cruz, Eckhart, Luria o Swedenborg acuden a nuestra memoria en este punto
dado, pero lo que con más calado nos embarga es que los mismos iban
indesligablemente encordelados con trazas de vesania y malestar. Eugenio Trías es
responsable de la propugnación que así dicta: la conciencia que se piensa a sí
misma es homicida. Yo no puedo sino congojosamente secundar su enseñanza.
Quien recuerde y tenga presente algunos otros
lugares de este blog, pero de especial manera el convencimiento explicitado en
una entrada reciente conforme al cual era dable un distingo entre literatura
positiva y literatura negativa, hallará que a fuer de esta consideración la
narrativa de Foster Wallace bajo ninguna concesión podría ser decantada en pro
del grupo negativo, puesto que en razón de su contenido, y aún en lo tocante a
su estilística, la suya es una propuesta, amén de mostrativa aquí y allá de
algún que otro arranque de ingenio y lucidez, posesionada por la identidad, y
si de cualquier modo hubiera de ser ésta congraciada con alguna condecoración
honorífica a la que sus fervientes correligionarios no pudieran renunciar, tal
sería antes que nada el resultado de un erótica de la novedad y la
irreverencia, y no del justo cotejo de la tradición. Creen, ay, que aquel hombre
fue un gran señor entre ingenios, pero mucho temo que no pasa de ser, en
puridad, un ingenioso entre señores. Que a esos que así creen les quepa recoger
las migajas de la mesa de los maestros de antaño.
Nada
podría resultar más venturoso a la conformidad de la compleción del acervo
pynchoniano que acometer una explanación de cada uno de sus jalones, pero
comoquiera que tales serían abundancias de muy recóndito alcance, dado que tres
de sus títulos franquean luengamente el millar de páginas y otros cuantos son
asimismo largos de densidad por causas de jaez diverso, a saber, esa parábola y
glosario cabalístico-freudiano que es La
subasta, esa alucinación beatnik que es V;
y dado así también que como usual soy condicionado por los rigores formularios
del artículo, que no toleran las prolijidades minutissime enumeradas, he resuelto ser amigo de brevedades y
apenas si pesquisar tres de sus libros. Incoo con El arco iris de la gravedad, del año de 1973.
Por tupidas y geológicas que sean
las estratificaciones que cristalizan en esta obra, esto es, por inextricable
que sea el dédalo de vertientes y subvertientes diegéticas que vienen a afluir
en los más disparejos abrevaderos narrativos, y por mucho que sea patente hasta
la premeditación cierta proclividad al anacoluto y a la deconstrucción en la
misma; en razón de todo lo cual nada de raro tiene que hasta el lector más encopetado
termine por descabalarse; pese a todo ello, bien digo, el desgobierno es conducente
a alguna parte: quién sea acaso objeto de una trayectoria errátil, ora el
propio Pynchon, ora Slothrop o ora el lector mismo, permanece en duda. Mas
acaso donde hayamos de ir a buscar la disipación de la duda sea en la
disipación misma: la de esas tres figuras sometidas por igual al extravío con
resabios de Bildungsroman a cuyo
término tal vez una redención pueda ser consumada. He aquí que ya por fin
paramos mientes en los estribaderos canónicos del autor. Es de cumplido
reconocimiento que ya la Ilustración prerromántica, la de los Sterne, Goethe y
otros arracimados en torno a la incipiente narrativa por entregas, pudo
consignar una preceptiva en acuerdo al relato de peripecias, consistente en el
desenvolvimiento de un viaje, no
menos metonímico que real, en el cual la caracterología de un sujeto era
movilizada a través de en efecto distintas andaduras y periplos que, como ya
observara Novalis, tan pronto pueden ser ad
intra como al cabo ad extra. El
yo cambiadizo y lábil de Slothrop comete una ejercitación transformista de sí
mismo como propedéutica llamada a robustecer lo interior frente a los embates y
las anfractuosidades del exterior, en relación al cual, por consistir de apariciones
alucinatorias, carnaval, opereta y bufo dramatismo acaecido en un navío preñado
de locos, y por, asimismo, estar poblados estos irreales proscenios por
psiquiatras pavlovianos fuera de sus cabales, ingenieros armamentísticos que en
otro tiempo fueron cándidos amantes, o núbiles nínfulas anhelosas de
depravación y sadismo, no cabe negar que su relevancia temática es
verosímilmente asimilable a la de la novela misma, no en vano no han faltado
quienes han sostenido que el motivo vertebrador o medular de El arco iris es “La Zona”, ese lugar
cuasi burroughsiano en donde quienes están perdidos llegan, inexplicablemente,
a encontrarse. Y si todo lo antedicho puede aplicársele a esta obra sin que pesen
sobre nosotros remordimientos por haber incurrido en tergiversación, cuánto más
lícito no será seguir de ello que, por cuanto tiene esta obra de entronque y
reedición farcesca de los perfiles clásicos de una novela de aprendizaje, su
parentela literaria osaría yo remontarla a hitos de la estatura de un Wilhelm Meister.
En verdad que estas apremiadas analogías y
familiaridades entre literatos pueden originar tal vez indeseado efecto entre
cuantos de mis lectores sean escépticos y refractarios de la juiciosa
ponderación, cuyos entendimientos están tan a menudo empañados por el dictado
de la razón desmitificadora; pero en modo alguno disturbarán los cabales del
lector versado y avezado en piezas universales, quien posee plena conciencia de
que una analítica digna de tal nombre y causa precisa del amparo de la
comparación, y que aquello que por sí mismo es portador de inexplicabilidad es
menester darlo a revelación por medios de contraste y deixis. Quienes por poco
que sea me conozcan sabrán que he sido siempre muy ducho de disputar con otros
en aras de ir a dar en una mejor resolución, y que he incluso llegado a
declinar de la manera más perentoria y descomedida juicios por el mero hecho
de no coincidir con los propios en algo que tal vez, andando el tiempo, yo
mismo he podido someter a reforma con la misma discriminación y encono que
entonces me movió a fundarlo. Si cuanto deseamos es incrementar el depósito y
la ductibilidad de nuestros conocimientos, es por demás ventajoso contender con
interlocutores controversistas, pero para revalidar nuestras opiniones, lo
mejor es discutir con interlocutores anuentes, a fin de que así las que sean
sus victorias y coronaciones obtenidas en base de razón y experiencia puedan
serlo también de nuestro fuero. En consecuencia, tómense en virtud de hipótesis
comparativa y mudadiza aquellos contenidos que con anterioridad he dado en
sostener, en la confianza de que mis desaciertos y acostumbramiento a la
sentencia taxativa puedan quedar compensados por el reconocimiento general de
que en el intercambio de desafueros y, por tanto, en el proceso de cambio que
al mismo compromete, estriba el acercamiento a la verdad. Sea por lo mismo, es
decir, por mor de ese proceso explicativo consistente en contraluces y justicia conmutativa cometida a golpe de martillo, disculpada
esta tolerable digresión; paso acto continuo a recensar las dos obras
restantes.
Si bien no es inexacta la detección de un viraje
en la obra pynchoniana con posterioridad a El
arco iris, menos cierto no sería dar en suponer que pese a este desvío a
barlovento, la solución de continuidad de su obra no se ha visto bajo ninguno
concepto hendida por el sibilante y renegador sonido de la guillotina, puesto
que, si atendiéramos a Mason & Dixon
(1997) desde la óptica que la hipótesis en que no he podido dejar de insistir
facilita, habida cuenta de la cual este autor nos era representado como un
novelista experto en los missreadings
creativos a cuenta de la tradición, comprobaríamos que ésta es una obra que
revisita el genuino motivo del quijotismo, a saber, la paridad alegórica de dos
talantes que, de nuevo durante el transcurso de un viaje de autodescubrimiento,
llegan a copertenecerse y aún a aprehender el núcleo de vitalidad que el
proceloso mundo de los hombres esconde. Pero muy parco sería el honor con que
gratificaríamos a esta obra si meramente la hiciéramos caer bajo la categoría
de una reedición, ya que está la susodicha tan lejos de recaer en el ejercicio
de género, que bien pudiera decirse de ella que ninguno definido la acoge. Me
sea permisible una rectificación, por mejor decir: los ejercicios de género
pynchonianos acarrean una transfiguración con respecto a la reglamentación de
la que éstos originalmente parten, conque allí donde el relato tradicional
resulta insuficiente al cometido de una trasmutación, el autor resuelve confeccionar
otra cosa a partir del mismo; tal y como, en el fondo, ha ocurrido siempre, si
no con todas, sí con una buena parte de las obras novadoras y de fuste, las
cuales, con frecuencia, no constituyen sino la notificación por parte de una
época de cuán obsoletas resultan las intendencias de aquella otra que
inmediatamente la respaldó y, por ende, la determinación de lo nuevo por
sobrepujar lo pasado sin, no obstante, arrumbarlo en el camino. En consecuencia
con esto, no parecería idea errada calificar a Mason & Dixon como un inmejorable ejemplo de la índole de
metaficción histórica hacia la cual Pynchon se halla indisimuladamente tan
inclinado, no en vano también hay algo de este proceder en Contraluz (2006); y que siempre ostenta asomos de ucronía, de tal
forma que pareciera como si el autor tratara de plasmar cierto raro tipo de
filosofía contrahistórica, con la finalidad, cabe suponer, de demostrar que
aquellas inflexiones de la historia que de ordinario se nos antojan tan
perladas de fatalidad, épica y máxime providencialidad, bien pudieran haber
tomado una singladura harto distinta: en ese instante crepuscular o finisecular
del XIX cabe tanta matemática pre-hilbertiana como esoterismo ouspenskiano;
tantos anarquistas y dinamiteros como incipientes veneradores de la obra de
Tesla, tanto magisterio universitario en Gotinga como insensata incursión a través
del desierto de Gobi. Y casi todo cuanto de ésta obra diga vale, con leves mudanzas, para el caso de Mason & Dixon, pues se echa de ver a las claras que en pareja medida la una como la otra cometen el procedimiento de la apropiación y ulterior relectura, pues, ¿qué son Los chicos del azar sino Flask, Stubb y Starbuck redivivos? Donde la historia flaquea, es menester que haga su aparición la ficción. Y donde la ficción corre el albur de irresponsablemente franquear el umbral de la inverosimilitud, es menester que la historia depare su correctivo; pues así
como hay profusión de ramificaciones y zigzagueantes meandros en el ambivalente
relato de la historia; ese de cuya fiabilidad a menudo se ha dicho que depende
de quién sea el detentador del códice, así también ocurre que sus líneas
serpentinas pese a todo nunca llegan a seccionarse, sino que siguen un decurso
ininterrumpido, de un modo tal que pueda armonizar la linealidad causativa del vector y el evanescente gesto de la parábola, tal y como parejamente
armonizan luz y sombra; y a buen seguro que no habrá quien, tras de haber leído
a Pynchon de guisa detenida, sea capaz de considerar estas polaridades como
mutuamente excluyentes, puesto que al fin y al cabo entre ellas media la
fertilidad de la contraluz o la semipenumbra, o comoquiera que demos en llamar este inenarrable hecho de la fusión de contrarios.
Sin duda la mía sería muy ingrata cortedad si a saber concluyera este sorpresivamente dilatado excurso sin haber mediado por entre su avance con algo respectivo a la estilística de este autor, y a ninguno de entre aquellos conocidos míos arriba mencionados se le ocultará que a estos menesteres, y me refiero claro está al hecho de reparar con celo punto menos que compulsivo en los rasgos de estilo de un literato, soy yo por lo demás muy dado, de modo que si he postergado penosamente y por causa de injustificada y espuria dilación, a la que no obstante de ordinario me inclinan ciertos móviles de índole formativa, aquello cuya presentación habría habido de figurar muy de la partida, ello me debe ser disculpado en beneficio del honor que a un escritor novel pueda caberle a cuenta de su oficio. Sea pues que acto continuo subsane mi morosidad: la prosa proteiforme de Pynchon, con su plurivalencia, versatilidad sin par y genialidad imitativa que habría de cubrir de rubor los modales telegráficos que hoy día tienen primado sobre cualesquiera otros, atravesada como está por préstamos del idiolecto científico, por neologismos de acuñación propia, y por esas oraciones paralípticas de relativos alejadísimos de su sujeto, se asemejaría, si y solo si nuevamente concediéramos pábulo a mi hipótesis, a un registro polimorfo y camaleónico, tan capaz para el pastiche dieciochesco, como de hecho es el caso de Mason & Dixon, como para el realismo multiperspectivista, como tal es el caso del drama de vendetta familiar de los Traverse. Y poco peso y fundamento entrañaría una incriminación de ausencia de fijeza en el estilo que malamente pudiera confrontársele a la excelencia adaptativa de Pynchon, pues, bien al contrario de esa creencia a que dan crédito quienes sostienen que el estilo consiste, velis nolis, en la uniformidad y en la mismidad, la narrativa de Pynchon se alzaría como su perfecta contrarréplica, porque su estilo, aun cuando ostente ascendencias muy varias, a saber, Shakespeare, Melville o Dickens, no comulga en cambio con lealtad ninguna, a sabiendas de que el acomodamiento estilístico es no pocas veces antesala de la esclerosis y el anquilosamiento.
Sin duda la mía sería muy ingrata cortedad si a saber concluyera este sorpresivamente dilatado excurso sin haber mediado por entre su avance con algo respectivo a la estilística de este autor, y a ninguno de entre aquellos conocidos míos arriba mencionados se le ocultará que a estos menesteres, y me refiero claro está al hecho de reparar con celo punto menos que compulsivo en los rasgos de estilo de un literato, soy yo por lo demás muy dado, de modo que si he postergado penosamente y por causa de injustificada y espuria dilación, a la que no obstante de ordinario me inclinan ciertos móviles de índole formativa, aquello cuya presentación habría habido de figurar muy de la partida, ello me debe ser disculpado en beneficio del honor que a un escritor novel pueda caberle a cuenta de su oficio. Sea pues que acto continuo subsane mi morosidad: la prosa proteiforme de Pynchon, con su plurivalencia, versatilidad sin par y genialidad imitativa que habría de cubrir de rubor los modales telegráficos que hoy día tienen primado sobre cualesquiera otros, atravesada como está por préstamos del idiolecto científico, por neologismos de acuñación propia, y por esas oraciones paralípticas de relativos alejadísimos de su sujeto, se asemejaría, si y solo si nuevamente concediéramos pábulo a mi hipótesis, a un registro polimorfo y camaleónico, tan capaz para el pastiche dieciochesco, como de hecho es el caso de Mason & Dixon, como para el realismo multiperspectivista, como tal es el caso del drama de vendetta familiar de los Traverse. Y poco peso y fundamento entrañaría una incriminación de ausencia de fijeza en el estilo que malamente pudiera confrontársele a la excelencia adaptativa de Pynchon, pues, bien al contrario de esa creencia a que dan crédito quienes sostienen que el estilo consiste, velis nolis, en la uniformidad y en la mismidad, la narrativa de Pynchon se alzaría como su perfecta contrarréplica, porque su estilo, aun cuando ostente ascendencias muy varias, a saber, Shakespeare, Melville o Dickens, no comulga en cambio con lealtad ninguna, a sabiendas de que el acomodamiento estilístico es no pocas veces antesala de la esclerosis y el anquilosamiento.