Aventajarse
al confín de un explaye para principiar la idea en trámite no es demérito
alguno ni aún menos su infringimiento. El flautista venido a nacer en Danzig en
el año de 1788, de nombre Arthur Schopenhauer, pudo idear, adversando a Hegel
pero también al verum ipsum factum
viquiano, que la historia es las muchas futilidades y entresueños del relato
desflecado de la humanidad. Parejamente, bien que a una sazón poco ulterior en
el promedio del siglo diez y nueve, el inglés De Quincey conculcaba la
incipiente ciencia histórica arguyendo que “interpretar la historia no es menos
arbitrario que ver figuras en las nubes”.
Unos
tales argumentos, a pesar o más bien debido a su jactancia, no perderían su
intrepidez novadora, aún cuando el objeto de la misma fuera traspuesto hacia la
nebulosidad de lo literario, o su ingeniosidad y finura quedasen desdichas a la
luz que arrojaran los vehementes desvelos de la ciencia última, o bien si, después
de algún tiempo, se verificara la ciclicidad y complejo de subversión de las
épocas que entablan una mutualidad hecha de aversiones e inhospitalidad, tal y
como le sucede al moderno que cela del anacronismo y obsolescencia del antiguo,
y tal y como podríamos aventurar que le sucedería a cualquier clásico genuino
si se le procurara el francamente dudoso placer de cursar las inelegantes
levedades que hoy día rubrica hasta el más feble sicofante. En efecto, no
acarrearía menoscabo alguno a los distractos antedichos el hecho de que la
historia se enfilara con gradualidad y pasos fatales hacia la total derogación
de sí misma o, por mejor decir, hacia su positivización, porque el variamente
arbitrario algebra de las nubes proseguiría concitando de aventura a los
intelectos anhelosos de complejidad.
El
desvelamiento al que soy afecto en este breve excurso es, sin embargo, muy otro
a la infatuada empresa de urdir una filosofía de la historia. Ese acopio de
tiernas imprecisiones y perplejidades orquestadas al son de un sistema, que
según el común sentir toma el nombre de Historia de las Ideas, no podría ser
llevado al colmo de un catastro positivo, ni en el implausible exento de que un
genio maligno operara sus magias y brusquedades, como en el ardid del galeón
embotellado, y redujera a fórmula aquello que es su perfecta elusión. La
prosecución de una tal urdimbre, en fin, me hurtaría lo que en nada me sobra, y
tampoco puedo aquí extractar, en verdad por una falta de instrucción confesa,
cuanto antes de ahora se ha dicho acerca de la historia. Encuentro más
hacedero, por vía de ejemplo y alusión, ponderar el antaño y el hogaño, y ver
si de ellos puede decirse que son como las personalidades que los comisionan:
agonísticos y aún dialécticos. A dicho fin dispongo esta transcripción
poemática, cuya traducción y esmero son del cuidado de Adan Kovacsiscs. Su
autor responde al nombre de Karl Kraus.
Sólo
soy uno más entre aquellos epígonos
que
en la antigua casa de la lengua han vivido.
Más
dentro tengo mi propia vivencia,
escapo
por fuerza y destruyo Tebas.
Aunque
tras los viejos maestros venga,
vengo
a los padres de forma sangrienta.
Hablo
de venganza y vengo la lengua
en
todos esos que la hablan y mentan.
Sí,
epígono: intuyo lo digno del pasado.
Mas
vosotros sois los informados tebanos.
No faltarán quienes delaten en estos versos odiosidades y
dijes conservaduristas; la hybris sacerdotal
del autor que esgrime sus reconvenciones contra todo lo recién llegado, y sin
embargo, habrá también quienes, al son de tales versos, no puedan desquitarse de cierto decaimiento
al pensar cómo los dislatados coribantes de lo nuevo episódicamente cometen un
rompimiento con sus antecesores, pues, por cada refocilación del petrarquismo
sucedida de cuando en vez en algún que otro autor desairado, ocurre, en una
proporción de cien por cada una de aquellas, la inadvertencia y el desfavor, de
guisa que, con frecuencia, se hace pasar por innecesidad y autarquía lo que
sólo es impericia agonística. Desdecir la tradición es una obsesión cíclica, y
por cierto que una muy tradicional: tenemos ideas nuevas pero, como anota
Ortega, queramos o no estamos en
creencias viejas.
Supongamos,
claro está al socaire de la provisionalidad, que la conjetura endosable a Groussac;
a saber, es cometido entrañal del escritor lo mismo el dicterio que el sentir
dinástico con respecto a la tradición, tuviera su opugnación en el obiter dictum de la insularidad del
autor que se amuralla y encapota cabe sí, supongamos que de la episódica y aún
adventicia fenomenología de la genialidad fuera culpable la antojadiza varita
de la hierofanía, o dicho, en fin, de otro modo: supongamos que por cada autor
nacido a la fatalidad del genio toda la organización de ingeniosidades que
conforman la variamente fatua historia del arte tornara a recomenzar; y ello,
sobremodo implausiblemente, in albis. Básteme
un expedito ejemplo para la opugnación de la opugnación de Groussac: ¿Es, osaré
inquirirlo, dable Melville sin una precomprensión psicológica shakesperiana; lo
sería Pynchon sin el auspicio épico-bufo de Melville; lo sería Hugo sin la
prohijación de Chateaubriand; lo sería Freud sin la teoría pulsional ante litteram de Schopenhauer? George
Steiner, bien que sin mi arregosto por el name-dropping
onomástico, Lessons Of The Masters
(q.v. §6, p. 146), pondera adversamente esa exenta dabilidad, y refiere que
los vecinazgos entre autores son ellos mismos la vertebración de la literatura.
A título de contrarréplica
se alzan ciertos veredictos de Paul Valéry, quien hace por evocar al hegeliano
Croce cuando escribe: “La historia de la literatura no debería ser la historia
de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras,
sino la historia del espíritu como productor o consumidor de literatura”.
Cabría
inquirir a tan malaventuradas palabras un centón de reproches, y aún y todo,
voy a ser más conforme a escurrirme por el cauce de una anécdota que, de
añadidura, me rendirá el provecho de inutilizar lo mismo a Valéry que a otros
contiguos convencimientos; aquellos que singularmente vislumbran en los hitos
creativos de la historia literaria injerencias de poderes ocultos: me refiero
al tipo foucaultiano de historia del saber. Se me permita aquí, pues, a tenor conclusorio, referir un donoso y
aún paradojal episodio: un crítico de mucha nombradía nacional disputaba con
otro menos condecorado acerca de la idoneidad y legalidad del canon occidental.
Nuestro primer crítico moviliza sus efugios estructuralistas y resuelve denotar
en el canon lagunas, “economías”, damnificaciones “falocráticas” y algún que
otro caso de entronización inmerecida. En cierto instante de su discurseo, el
presentador le apronta con la siguiente pregunta: Si te fuese forzosa la
situación, ¿Qué autor elegirías para llevarlo contigo a una isla desierta? (Entiéndase,
pese al perdonable solecismo del preguntante, que uno llevaría consigo las
obras, no al autor mismo). Nuestro crítico respondió, no sin concederse algún
rubor y morosidad en la respuesta: “Probablemente las Obras Completas de
Shakespeare”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario