22 jul 2016

El capricho de la autenticidad en la era de los memes

A menudo me acomete la memoria esa idea de Foster Wallace según la cual todos somos idénticos en nuestra creencia de ser diferentes. El cariz de este fenómeno tan irreprimiblemente humano, sin embargo, ignora toda frontera en la cosmovisión tecnocrática del siglo XXI, hasta el punto de que hoy creemos ser más diferentes de lo que nunca fuimos, ignorando cuán prefabricadas son nuestras infantiles manifestaciones culturales. O, dicho, en fin, de otro modo: el capricho de la autenticidad; ese gesto de irresponsable embellecimiento heredado de ciertas filosofías no menos irresponsables, no es sino una trasnochada extravagancia, y esto desde hace como poco un siglo. Nación, identidad, personalidad o sexualidad son sólo algunos de los vocablos que algunos utilizan para denotar un conjunto vacío. Ninguno de estos conceptos en extremo inconcretos es capaz de encerrar significado más allá de ciertas confusiones útiles. No existe, pues, ninguna ontología que los respalde; lo que es tanto como decir que no obedecen a ninguna forma de ser ni, por supuesto, a algo como el ser mismo; si es que acaso recurrir a esta idea no es ya un abierto sinsentido. 
Por desgracia para algunos, la así llamada hive mind semiótica apenas si ha disminuido su expansión metabólica en los últimos veinte años, de tal modo que, en la esfera lingüística occidental, no existen arquetipos simbólicos que no hayan sido prefigurados y registrados por el subconsciente semiótico de la red. En otras palabras: todas las singularidades que atribuimos a ese tedioso proceso de autognosis personal llamado biografía, y que aparentemente nos conforman como aquello que hemos elegido ser, no son sino una página más de un archivo que nos sobrepasa en dimensiones y fuerza transformadora. Nosotros no hacemos memes; los memes nos hacen a nosotros. 

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