En el espacio estética y corporativamente constituido
que llamamos Instagram no tiene cabida el situacionismo ni
ninguna forma tardía de la contracultura. Incluso allí donde se observa cierta
voluntad crítica en seguida la cultura afirmativa pone en marcha sus mecanismos
de asimilación: lo que ayer era crítica hoy no es sino farmacopea estética, un
efímero pasatiempo para ironistas. La noción misma de contracultura está muy
lejos de ser operativa y las, llamémoslas así a falta de un calificativo más
ajustado, revisiones irónicas y paródicas de la cultura afirmativa a duras
penas pueden concebirse como un ejercicio crítico efectivo, toda vez que son de
inmediato fagocitadas como memes o meros objetos de consumo:
el sistema absorbe lo antisistémico en una maniobra ininterrumpida de
autoperfeccionamiento.
Tomemos, a guisa de ejemplo, las parodias semióticas a
propósito de ciertos partidos de extrema derecha: no solo carecen de cualquier
impacto duradero sobre la realidad efectiva, sino que terminan operando como un
instrumento más de asimilación y amplificación; ocurriendo este fenómeno de un
modo tal que, mutatis mutandis, el antagonista que en un principio
había sido parodiado eventualmente se convierte en una figura casi entrañable;
lo antagónico se vuelve familiar, amistoso, aprehensible.
Y de aquí resultaría un interrogante tan fundamental y
persistente como poco novedoso: si acaso es posible que en el seno mismo de una
cultura dada germine una disrupción legítima; si es posible, en fin, derrocar
el sistema mediante el sistema; invocar el silencio utilizando el lenguaje.
Ahora bien, esta lógica de la asimilación, en virtud de la cual tanto las
manifestaciones de la cultura afirmativa como las de una supuesta contracultura
se orientan a un mismo fin, determina lo siguiente: el incremento
continuado de la visibilidad es la prioridad absoluta; o dicho de otro
modo, el crecimiento de un tipo de sobreexposición cuyo propósito último es, en
numerosas ocasiones, monetizar contenidos, reivindicaciones, causas. Ya sea
antagónico o protagónico, negativo o afirmativo, todo contenido cultural debe
poder operar al mismo tiempo como un multiplicador de consumo: ocurriendo
en consecuencia la no poco siniestra paradoja de una opción vegana en el Burger
King o de un festival de graffiti subvencionado por
el ayuntamiento. La crítica que se convierte en objeto de consumo deja de
serlo. El gesto negativo es, por propia naturaleza, no fagocitable: su
tendencia o movimiento es una irreconciliable negatividad que se reproduce
dialécticamente.
Nunca el détournement situacionista
fue tan contrario a su cometido originario: lejos de someterse a las
distorsiones críticas surgidas cabe sus propios limites, es la llamada cultura
de lo dado la que desvía y hace desembocar todo elemento negativo en
una misma bandeja de entrada: la del spam.
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