18 sept 2016

Anotaciones para una estética improvisada de la autobiografía (I)

A menudo me gusta concebir la literatura como el espacio donde la esquizofrenia se convierte en arte. No en vano, siempre se ha dicho que sólo la escritura es capaz de investir de excelencia a esa práctica tan irremediablemente alejada de la cordura, ese hábito que Dios comparte con los genios y los locos: hablar con uno mismo.

Soliloquio, pues. O exorcismo, o confesión, o absurdo pasatiempo entre tahúres; porque, en definitiva, confesarse, más que un gesto purificador, es una maniobra de ocultamiento, antes una impostura que una ingenua e inocua lección de anatomía. En cierto sentido, las confesiones son a las autobiografías lo que la pornografía al acto de desnudarse: un estado de ánimo del yo en el que lo más íntimo es también lo más expuesto; como si en la autognosis radicara cierta inclinación al onanismo y al autoengaño. Y en rigor, autoengaño y masturbación es todo cuanto un soliloquio puede dar por fruto. Por la sencilla razón de que confesor y confesado no pueden coexistir en una misma mente

Ahora bien, la diferencia entre San Agustín, Pizarnik o Beckett estribaría en el grado de conciencia que cada autor tiene con respecto a sus propios trampantojos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario