Los reduccionismos de género son muy útiles en literatura. Cuando leo
a Hemingway pienso en un autor estúpidamente varonil, y cuando leo a
Duras pienso en la representación más descarnada de la femininidad.
Sentado que no siempre es tan sencillo encerrar una subjetividad
literaria en un fenotipo de uso corriente, nunca he tenido reparos en
recurrir a ellos, toda vez que, como ocurre en muchas otras áreas de la
vida y la cultura, los prejuicios son comunes y hasta aconsejables para un lector.
Siguiendo esta lógica, si se quiere, un tanto simplista, me gusta
imaginar a la persona que está detrás del texto, incluso a sabiendas de
cuán vano puede resultar este propósito; y sin embargo no han sido pocas
las veces en que he llegado a comprender mejor una novela por el mero
hecho de aventurar mis intuiciones personales más allá de lo
políticamente correcto.
Hoy he estado releyendo Kitchen, la novela de culto de Banana Yoshimoto, y la tortuosa desnudez que desprenden sus palabras; no exenta, sin embargo, de serenidad y amniótica paz, me ha procurado más intensidad emocional que un millar de páginas de Víctor Hugo.
Hoy he estado releyendo Kitchen, la novela de culto de Banana Yoshimoto, y la tortuosa desnudez que desprenden sus palabras; no exenta, sin embargo, de serenidad y amniótica paz, me ha procurado más intensidad emocional que un millar de páginas de Víctor Hugo.
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