9 dic 2012

EL PRONOMBRE YO


Si pese a todo el qué es de la literatura pudiera descollar por sobre las restricciones de definibilidad y decibilidad que ella misma, sin voluntariedad, instaura, éste se infiguraría por sustracción, como un interrogante silueteado en tinieblas de cuyas tentativas conclusorias, intendidas en cualquier caso desde la provisionalidad, sólo podríamos certificar su signo negativo. A lo que parece rehuir la autoposición, con ocasión de sus medios no menos que en espíritu; a la prueba misma de la dispersión deflectora de la unidad pronominal; sólo tales evanescentes cosas podrían apellidarse como literarias. La literatura “quiere excavar un subterráneo” sin que ningún excavador preeminente empuñe la pala. 


Mientras que el literato negativo no ignora su condición autocontagiosa y se aleja tanto como puede dentro de sí, confiando en no poder seguirse; el literato positivo propende en la autocita, indistinto es si literal o metafóricamente, y termina henchido y ahíto de yo, hasta el punto de trepidar y rebozar con púrpura y malditismo la propia biografía, casi como si de una escritura sacra se tratase. Todas las épocas pretéritas de terribles infantes han padecido de ajenidad con respecto a su propio tiempo; todo escritor positivo cobija dentro de sí la pretenciosidad del duquesito calavera, inadaptado, apartadizo: ninguno de tantos, sin embargo, participa del hecho de ser un pronombre infinitesimal entre otros. Más a menudo de lo que cualquier enemigo de los pacatos remedos desearía, oteamos en literatura los histriónicos mohines de quienes han adjudicado, si no a la omitibilidad, sí a la subalternidad, el oficio del narrador inopinado, consistente en la susurrante irradiación de un eco anónimo diferido por entre las excedencias intersticiales de la ficción. Peter Handke pondera que el escritor es un “morador de intersticios”, no el poltrón inquilino de la identidad. Los coolhunters autoproclamados pasan por alto que la historia sintáctica del yo es, ab ovo, la historia de sus mediaciones. Han desacostumbrado la conversación con ese haraposo hombre beckettiano que siempre se solapa a nuestra conciencia, sombrero negro y gabardina, y que reza: embóscate para exorcizar. Pero sea como fuere que el yo se convierte en patógeno, pues inclusive en este tema la literatura se ha pensado a sí misma, resultando de ello la aniquiladora acuñación de ciertos categóricos abecés metaficcionales; tampoco cabría neutralizar su égida por medio de una contraimagen nirvánica: terminantemente, la fantasmal impregnación del yo es inextirpable, indisoluble de una vez para siempre. Sólo resta la posibilidad de transfigurar ese yo en otra cosa. “¿Cómo haremos para desaparecer?”
 

2 comentarios:

  1. *-postillas a “el pronombre yo”.
    —Al respecto de este asunto suelo pensar, sin por ello pretender ser categórico, que lo que siempre hace cualquier narrador es utilizar todo tipo de subterfugios para representarse una imagen más o menos perfecta de lo que nunca es capaz de abarcar -hablo de “representar” y “perfecto”, Dios me perdone -. El mismo lenguaje trabaja para construir…algo… (y eso hasta cuando se le rompen las caderas a la sintaxis, estoy convencido de ello). El narrador, pese a su desconexión de sí mismo (me hace gracia imaginarme semejante operación: un hombre cortando cables por todas partes, al asalto del negro absoluto), baraja una y otra vez palabras y más palabras, aunque semejante tarea no termine por llevarle a ninguna parte… Sin embargo, lo decisivo en esta tarea vendría a ser precisamente lo siguiente: que en su propio decurso, al margen del dónde, cuándo, por qué razón, ya ha ido dejando “en forma de residuo” (realidad surgida en el narrar) todo lo que tenía que dejar —y de ahí que de consuno pudiéramos entonces afirmar también esta otra cosa: que ya con la escritura que narra, en tanto que se construye, se instaura al menos una posibilidad para el “sí mismo”, a pesar de que a ese “sí mismo” le hayamos hecho tragar con violencia una granada de mano que lo disperse por todas partes.
    . . .
    Me gusta pensar que hasta un tarado como Joyce –pues a mis ojos era un verdadero tarado- escribía bajo el sortílego de una identidad esfumada a lo lejos, como judío que espera con los ojos hacia lo alto a sabiendas de que probablemente nunca habrá de llegar nada.

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    1. Die:
      Es claro; la digresión progresa hacia alguna parte; así lo enseña Sterne: "I progress as I digress". La subjetividad creadora en pugna consigo misma no puede, como venía diciendo en el texto, terminantemente abrirse paso hacia un nirvana de autoanulación de los propios vicios, a veces peligrosamente rayanos en la concentricidad; de suerte que una tal impersonalización empobrecería el texto mucho antes de mutarlo en un objeto negativo.
      Te concedo razón en todo; y soy muy favorable a lo que denominas una "posibilidad" para la instauración de un "sí mismo". Como siempre arrojas luz donde otros se empantanan. Toda plasmación creadora, ya sea implícita o palmariamente, presupone, casi me aventuraría a decir que aprióricamente, un espacio sobre el cual una identidad o mismidad pueda ser afirmada o simplemente evadida. Personalmente, y esto también es mucho decir, considero que la posibilidad de la identidad radica en una prelación de lo inidéntico; es decir, en el proceso de creación una identidad va a resultar, querámoslo o no, edificada; y sin embargo los cauces a este fin siguen puediendo transitar por lo positivo o lo negativo. Entiendo por una vía negativa aquella manera según la cual, ni por inflación ni por defecto, una subjetividad puede ponderadamente ser varias subjetividades alternativamente; dicho en tus propias palabras; la vía negativa añadiría a la posibilidad del "sí mismo" la posibilid del "ser otro".
      Dos ejemplos dispares me parecen elocuentes: Shakespeare es el ejemplo de una identidad confundible en otras; su subjetividad contiene todas las variantes de la subjetividad humana; mientras que Joyce, quien nada pudo en su obstinación por superar a aquel, nunca admite, paradójicamente, el missreading, nunca puede ser confudido con otros. Anheló huir del reposo en una identidad y finalizó alumbrando una identidad hipertrofiada, bien que no exenta de singularidad, pero sujeta siempre a la pretensión de ser ella misma y ninguna otra. En Joyce la identidad no quiere dejar de ser, sino más bien destruir las conductas formales por medio de las cuales se afirmaban cuantas identidades literarias precedieron al Ulysses. Se intenta anular las formas de la identidad antecedentes, en orden a acuñaciones nuevas que, preferentemente, tengan la rúbrica exclusiva joyceana: no hay contienda con la propia identidad, sino con la identidad de la literatura, contra la que Joyce manifestó un ejemplo paradigmático de agonística, de ansiedad de influencia (pronto un artículo sobre esto en el blog).
      Insisto: ¿Cómo haremos para desaparecer? La clave: una autocontradicción temperada, y no meramente sustentada en la transgresión formal. Desaparecer sin aspavientos.

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