5 dic 2012

DEMAGOGIA DE LAS MINORÍAS



 

“No soy homófobo con la persona. Soy homófobo con el movimiento. Soy homófobo con la ideología.”

Cuando la minoría demagógica aspaventosamente se enarbola en un gesto de dignidad afrentada, a la vez que el auditorio de los bien pensantes espute sus aprobatorios parabienes, entonces, la perplejidad de cierto raro tipo de pensamiento autárquico puede dar por verificada la iluminación del cartel de los aplausos enlatados. El señor presentador Vázquez, sensible a lo desparejo por lo menos tanto como una aguja magnética, estimó que había sido oprobiado por el señor cocainómano Matamoros, y no pudo por menos que abandonar el foro de lo sutil común, el lugar acaso arcádico en el cual la posibilidad del contradiscurso se hospeda. Lo más autárquico del pensar, en un derramamiento más acá de la prohibitivamente circunscripta línea roja del decoro, es arrumbado a la cuneta de lo casi luctuoso. El residual recaudo de la subversión ya nada puede frente al alzamiento de la subversión subvencionada, que subitáneamente se metamorfosea en el ave heráldica de lo totalitario: de lo que no se puede hablar hay que callar. Merced a lo cual se postra la libertad de decisión sin necesidad de decidir; ello es la inviolabilidad de lo que es prohibido en el habla, el tabú que veda la multiplicación de los entes, al tiempo que obsta la eclosión de miembros disyectos. La retórica de la distancia, lejos de avecinar la revocabilidad del mutismo wittgensteiniano, con arreglo a la cual se transpondrían las tildes de lo obvio a lo obtuso; y lejos más aún de un disputablemente ventajoso nomadismo, bautiza la insularidad como una acreditación de casta. Connubio es la unión diádica que comparte un antagonismo; algo es innombrable en la medida en que impostergablemente urge el insumo de la palabra.

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