“No soy homófobo con la
persona. Soy homófobo con el movimiento. Soy homófobo con la ideología.”
Cuando
la minoría demagógica aspaventosamente se enarbola en un gesto de dignidad
afrentada, a la vez que el auditorio de los bien pensantes espute sus
aprobatorios parabienes, entonces, la perplejidad de cierto raro tipo de
pensamiento autárquico puede dar por verificada la iluminación del cartel de
los aplausos enlatados. El señor presentador Vázquez, sensible a lo desparejo
por lo menos tanto como una aguja magnética, estimó que había sido oprobiado
por el señor cocainómano Matamoros, y no pudo por menos que abandonar el foro
de lo sutil común, el lugar acaso arcádico en el cual la posibilidad del
contradiscurso se hospeda. Lo más autárquico del pensar, en un derramamiento
más acá de la prohibitivamente circunscripta línea roja del decoro, es
arrumbado a la cuneta de lo casi luctuoso. El residual recaudo de la subversión
ya nada puede frente al alzamiento de la subversión subvencionada, que
subitáneamente se metamorfosea en el ave heráldica de lo totalitario: de lo que
no se puede hablar hay que callar. Merced a lo cual se postra la libertad de
decisión sin necesidad de decidir; ello es la inviolabilidad de lo que es
prohibido en el habla, el tabú que veda la multiplicación de los entes, al tiempo
que obsta la eclosión de miembros disyectos. La retórica de la distancia, lejos
de avecinar la revocabilidad del mutismo wittgensteiniano, con arreglo a la
cual se transpondrían las tildes de lo obvio a lo obtuso; y lejos más aún de un
disputablemente ventajoso nomadismo, bautiza la insularidad como una
acreditación de casta. Connubio es la unión diádica que comparte un
antagonismo; algo es innombrable en la medida en que impostergablemente urge el
insumo de la palabra.
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