Desde
el momento en que el filósofo es un redomado maestro de la sospecha, a él se
aherroja el espectro letal de la así hogaño llamada paranoia, la cual, otrora,
por remota que esta concesión de la memoria sea, fue ominosamente significada como la
búsqueda del sentido. Todos parecemos haber olvidado que la profundidad está en
lo abierto. Está, como ya observara Kafka, muy lejos de aquí. Hoy, la
profundidad de la experiencia y la experiencia de la profundidad son
escamoteadas por un mal del pensar bifronte y polarizado -por cuanto sus dos
sobrehaces no demuestran visos de concordato posible, como mucho menos aún la
inclusión de un mediador en el espacio abisal que los dista-, consistente en la
permuta del espesamiento y lo epidérmico, el discurseo orfeónico de la hermenéutica
y la filodoxia buenista de la comunicabilidad, sin que, por lo demás, uno u
otro lleven a coalescencia su inhallable propósito; el de la concreción de lo
que sin vergüenza aspira al nombre de sentido. El bloomeano confeso Richard
Rorty, en un breve artículo de factura reciente, observa, en lo concerniente a
la buena práctica de la crítica literaria, esto que sigue:
“Good criticism is a matter of
bouncing some of the books you have read off the rest of the books you have
read [...] Fortunately, deconstructing texts is now as obsolete as spotting
Christ-figures or vagina-symbols”.
Afortunadamente
o no, no se le oculta al lector avezado de hoy que el lenguaje acomodaticio,
nostálgico a la par que reaccionario, y gremial por todo cuanto hay en él de
elitista; el lenguaje, digo, de los intermediarios remendones del espíritu y la
psique, no corre en paralelo –ni siquiera remotamente a la zaga- a la
trepidante vereda de las experiencias estéticas actuales: éstas han repelido la
infestación del significado sobrevenido, esa laboriosidad reparona del
pensamiento a pie de página que, no satisfecha con alumbrar obras desventradas
por una conceptuosidad enteramente sustentada en la zona inerte de la
adhocidad, a menudo se arroga también la potestad de anexar la evanescente
promesa de lo edificante a su moroso discurso. Los retretes de la opinión
pública o, si se quiere, los opinaderos municipales que tanto arregosto destilan
para el periodismo, no quedan muy lejos en arbitrariedad de las locuras
pompeyanas de la gremial filosofía del cenáculo hermeneuta, aquellos y éstas,
felizmente instalados ambos como están en su reluctancia cuan irrestañable es,
se encordelan sólo en la inhabilidad para enarbolar una micrología fáctica de
los afloramientos estéticos del presente. La fatal nostalgia por lo perdu, y lo perdido es siempre implicite la falsedad de lo originario, lastra
los aparejos especializados de quienes regulan la memoria de la obra por la
metonimia voraz del mitologema, mientras que, en el colmo de lo disímil, el pseudopensamiento
de la sobreexposición comunicativa condesciende en la crasa e irrestricta
propagación de sí mismo, con indistinción respecto de la conjetura de un
depósito del sentido al cual acaso pudiera prestigiar un imperativo digno de la
mejor causa. La tesis del sinsentido sólo sería tanto más verdadera cuanto que
su contrario varase en la inflación; la detección del sentido sólo tendría
sentido en la multiplicidad de sentidos inidénticos. Olvido del sentido y estrés
sígnico, iterativamente, se asimilan; más que eso, sólo perduran por mor de una
suspensión mutua que viabilizaría una intermediación manumitidora. El
gesto anti-nihilista par excellence,
el nietzscheano, que juzga todo cuanto hay y pueda haber como apariencia,
prescindiendo del pernicioso allende dador de sentido impostado; sugiere, ya
que no abiertamente postula, un sí a la preeminencia del objeto sobre el
sujeto, un sí que nace en la obra y va a morir naturalmente en ella. A la obra que lo mismo repele tanto como se nutre de notas racionalizadoras,
sólo le caben las palabras expelidas desde su insondable núcleo, negativo por
propio concepto. No es estética el lenguaje sobre la obra, sino antes bien el
lenguaje en o desde ella.
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