9 ene 2014

El joven Schopenhauer


En loor de la célebre biografía que Safranski dedica a Schopenhauer es mucho cuanto cabría decir, y sin embargo, reputo en grado sumo condecorable el modo como aquél analiza el periplo formativo de éste. Son ya varios años los que hacen desde que mis ojos fatigaran el libro de marras, si bien difícilmente podría olvidar la interpretación en que Safranski incurre a la hora de tratar el conocido viaje europeo de Schopenhauer y su padre, aventura acerca de la cual el propio filósofo da crónica con una lucidez intelectual de todo punto insólita, más aún cuanto que aquel a quien leemos es un niño de apenas quince años. Buena prueba ello es el testimonio relativo a los criminales aherrojados en una galera. De la evocación de Schopenhauer a dicho respecto se desprenden dos cosas: como en pocos otros casos, se cumple en Schopenhauer el adagio fichteano de que todo filósofo filosofa con arreglo a lo padecido, y por tanto, no es de extrañar que la metafísica de la experiencia del autor trocara en una suerte de teodicea invertida. Ahora bien: el corolario, o por mejor decir el cauce articulador de todas estas incipiencias no es el hinduismo, como hay quienes erronéamente creen, sino la influencia de dos personajes tal vez periféricos para algunos, pero definitivamente no omitibles para un filósofo escrupulosamente informado. Aludo, es claro, a Wackenroder, de quien asimiló la idea de la música como absoluto inmaterial del arte, y a Matthias Claudius, pietista con ciertos resabios fúnebres que no dudo en flirtear con el nihilismo de Kleist y de quien puede decirse que, si Nietzsche dijo de Schopenhauer que era su educador en la tercera Intempestiva, éste habría podido decir algo parejo de Claudius.

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