En loor de la célebre biografía que Safranski dedica
a Schopenhauer es mucho cuanto cabría decir, y sin embargo, reputo en grado
sumo condecorable el modo como aquél analiza el periplo formativo de éste. Son
ya varios años los que hacen desde que mis ojos fatigaran el libro de marras,
si bien difícilmente podría olvidar la interpretación en que Safranski incurre
a la hora de tratar el conocido viaje
europeo de Schopenhauer y su padre, aventura acerca de la cual el propio
filósofo da crónica con una lucidez intelectual de todo punto insólita, más aún
cuanto que aquel a quien leemos es un niño de apenas quince años. Buena prueba
ello es el testimonio relativo a los criminales aherrojados en una galera. De la
evocación de Schopenhauer a dicho respecto se desprenden dos cosas: como en
pocos otros casos, se cumple en Schopenhauer el adagio fichteano de que todo
filósofo filosofa con arreglo a lo padecido, y por tanto, no es de extrañar que
la metafísica de la experiencia del autor trocara en una suerte de teodicea
invertida. Ahora bien: el corolario, o por mejor decir el cauce articulador de
todas estas incipiencias no es el hinduismo, como hay quienes erronéamente
creen, sino la influencia de dos personajes tal vez periféricos para algunos,
pero definitivamente no omitibles para un filósofo escrupulosamente informado.
Aludo, es claro, a Wackenroder, de quien asimiló la idea de la música como
absoluto inmaterial del arte, y a Matthias Claudius, pietista con ciertos
resabios fúnebres que no dudo en flirtear con el nihilismo de Kleist y de quien
puede decirse que, si Nietzsche dijo de Schopenhauer que era su educador en la
tercera Intempestiva, éste habría podido decir algo parejo de Claudius.
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