Recientemente me ha caído en suerte
la faena de releer una obra afamada, de cuya primera inspección albergo tal vez
un recuerdo tanto más difuso cuanto que la obra misma es sobremanera difusa,
así se la juzgue de tratado crítico, o así como un ejercicio de metafísica
literaria. “El espacio literario”, de M. Blanchot, es una obra tan pronta
a despertar enemistades como a desflorar el capullo frágil de la fascinación.
Mucho temo que acogernos a uno u otro fuero dependa de una diminuta
apreciación. Este es un libro que no ha de recorrerse con ojos teoréticos, sino
con la benevolencia que nos arrebuja allí donde solo esperamos de la lectura
que nos depare simple y previsible perplejidad. Primero de todo, a duras penas
puedo reprimir una mención a Heidegger cuando sobrevuelo las páginas de este
libro. En él se prodigan con incontenida liberalidad elementos del Heidegger
posterior a la Khere, y ello empantana la lectura en un grado tal, que a menudo
parecería como si nos halláramos frente al oráculo de Delfos. El tono oracular
del autor, su forma de empañar el análisis literario de incomprensible
metafísica, es un anatema contra la propia literatura. Es claro: se trata de un
conspicuo ejemplo de hermenéutica francesa fatalmente usurpada por la jerga del
ser. No hay ningún ser emboscado en el texto, ni presencias espectrales,
tampoco un yo escrito con mayúsculas: sólo hay la posibilidad del placer. Donde
debiera constar un escudriñamiento estético o caracteriológico relacionado con
ciertos fenómenos agonísticos o intertextuales, encontramos en sustitución un
denso cuerpo de ambages oscurantistas, invocaciones del ser por medio del
lenguaje, espacios metafísicos que nadie habría sospechado hallar entre esas
dos sobrecubiertas que descansan en las manos. Me permito ahora unas palabras
postreras a guisa de conclusión. No me cuento entre aquellos que reclaman para
la crítica literaria un modelo enteramente desligado de las disquisiciones
filosóficas, y sin embargo, sí estoy convencido de que cuanto es menester decir
acerca de un texto casi siempre radica en el texto mismo, y que toda ulterior
injerencia, de especial manera las metafísicas, no son sino sobreañadidos que
sólo habría que frecuentar una vez hemos saboreado el texto. Para, de tal
suerte, tenerlos en escasa ponderación. Personalmente, siempre que alguien airosamente invoca la palabra hermenéutica, me
resguardo de ciertos equívocos divulgativos. No es desaconsejable, pues,
incurrir en una distinción que atañe a este concepto en su misma raíz.
Hay la hermenéutica del objeto textual, que lo interpreta e intenta
extraer de él un significado o, en su defecto, muchos posibles. Pero hay
también una hermenéutica que se postula
enemiga de la objetividad no-textual, y que apela a la “interpretación”
simplemente como descargo cuando lo que se trata de interpretar es un
abultado sinsentido. Pongámoslo en palabras llanas: a mi juicio, nada o
menos que nada tiene que ver interpretar a Shakespeare, con interpretar
el “habla del ser”. La hermenéutica se cifra mucho antes en la
comprensión del ideograma de Yago, que en responder a interrogantes
conceptuosos e infecundos del tipo qué significa significar.
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