8 ene 2014

A propósito de un libro de Blanchot



Recientemente me ha caído en suerte la faena de releer una obra afamada, de cuya primera inspección albergo tal vez un recuerdo tanto más difuso cuanto que la obra misma es sobremanera difusa, así se la juzgue de tratado crítico, o así como un ejercicio de metafísica literaria. “El espacio literario”, de M. Blanchot, es una obra tan pronta a despertar enemistades como a desflorar el capullo frágil de la fascinación. Mucho temo que acogernos a uno u otro fuero dependa de una diminuta apreciación. Este es un libro que no ha de recorrerse con ojos teoréticos, sino con la benevolencia que nos arrebuja allí donde solo esperamos de la lectura que nos depare simple y previsible perplejidad. Primero de todo, a duras penas puedo reprimir una mención a Heidegger cuando sobrevuelo las páginas de este libro. En él se prodigan con incontenida liberalidad elementos del Heidegger posterior a la Khere, y ello empantana la lectura en un grado tal, que a menudo parecería como si nos halláramos frente al oráculo de Delfos. El tono oracular del autor, su forma de empañar el análisis literario de incomprensible metafísica, es un anatema contra la propia literatura. Es claro: se trata de un conspicuo ejemplo de hermenéutica francesa fatalmente usurpada por la jerga del ser. No hay ningún ser emboscado en el texto, ni presencias espectrales, tampoco un yo escrito con mayúsculas: sólo hay la posibilidad del placer. Donde debiera constar un escudriñamiento estético o caracteriológico relacionado con ciertos fenómenos agonísticos o intertextuales, encontramos en sustitución un denso cuerpo de ambages oscurantistas, invocaciones del ser por medio del lenguaje, espacios metafísicos que nadie habría sospechado hallar entre esas dos sobrecubiertas que descansan en las manos. Me permito ahora unas palabras postreras a guisa de conclusión. No me cuento entre aquellos que reclaman para la crítica literaria un modelo enteramente desligado de las disquisiciones filosóficas, y sin embargo, sí estoy convencido de que cuanto es menester decir acerca de un texto casi siempre radica en el texto mismo, y que toda ulterior injerencia, de especial manera las metafísicas, no son sino sobreañadidos que sólo habría que frecuentar una vez hemos saboreado el texto. Para, de tal suerte, tenerlos en escasa ponderación. Personalmente, siempre que alguien airosamente invoca la palabra hermenéutica, me resguardo de ciertos equívocos divulgativos. No es desaconsejable, pues, incurrir en una distinción que atañe a este concepto en su misma raíz. Hay la hermenéutica del objeto textual, que lo interpreta e intenta extraer de él un significado o, en su defecto, muchos posibles. Pero hay también una hermenéutica que se postula enemiga de la objetividad no-textual, y que apela a la “interpretación” simplemente como descargo cuando lo que se trata de interpretar es un abultado sinsentido. Pongámoslo en palabras llanas: a mi juicio, nada o menos que nada tiene que ver interpretar a Shakespeare, con interpretar el “habla del ser”. La hermenéutica se cifra mucho antes en la comprensión del ideograma de Yago, que en responder a interrogantes conceptuosos e infecundos del tipo qué significa significar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario