Quienquiera que conozca aceptablemente mis caprichos
librescos, sabrá que a Harold Bloom le profeso una admiración punto menos que
inmaculada. Y digo punto menos porque, de tiempo en tiempo, he ido advirtiendo
en los libros de este autor algunas cuantas iconsistencias que merece la pena
traer a discusión aquí. Hace mucho tiempo, escuché decir a Félix de Azúa que
los pronunciamientos de Bloom eran valederos
sólo en el ámbito de la literatura inglesa y que, por tanto, su ordenación
canónica adolecía no sólo de una parcialidad fruto de la predilección, sino de
graves desconocimientos que no pueden ser achacados sino a un evidente déficit
de lecturas. Nada o menos que nada cabe reprochar al buen Bloom, no obstante.
Sabemos que tanto como para agotar los libros no viviremos. De modo que vaya
sin más dicho que estas observaciones mías las hago constar como mera
curiosidad. Descubramos, pues, si hay ley en la educada reconvención de Azúa.
Soy muy amigo de las relecturas improvisadas.
Encuentro que retomar un libro ya concluido, y desvestirlo al azar, es un
pasatiempo que puede deparar grandes regocijos de la memoria. Hoy, sin ir más
lejos, he estado revisando el canon de ensayo de Bloom. Y he aquí que me he
topado con algo que en principio creía imposible. Pero procedamos
ordenadamente. El libro recoge veinte artículos breves, cada uno de los cuales
aborda un autor de indistinta procedencia o época. El formato, salve que muy
remotamente y en una suerte condicionada por los rigores mercantiles del
fenómeno editorial actual , recuerda a las vidas de poetas ingleses de Johnson.
Pues bien: de ese número total mencionado, más de sus tres cuartas partes
corresponden a escritores en lengua inglesa, ya que no siempre británicos de
nacimiento. Pero más sorprendente aún que este desajuste me resultan las
omisiones que se siguen de él. Por ejemplo, Voltaire, sin nigún género de dudas
uno de los mejores prosistas que Europa ha conocido en toda su historia, no
figura siquiera como referencia marginal en el índice onomástico. Bien mirado,
tal vez este desplante no deba cogernos desprevenidos, dado que monsieur
Voltaire ha sido desde antiguo el antagonista, tanto por lo que toca a su estilo,
como por lo que toca a su talante, de los grandes maestros dieciochescos de las
letras inglesas. En el fondo, Bloom privilegia el mandarinismo y adjudica a la
inadvertencia a los autores diáfanos. Donde yo diría Séneca, el dice Cicerón, y
de aquí que haya tanta prolijidad con los Ruskin, Pater, Boswell, et al. Estoy
lejos, sin embargo, de sostener que Voltaire sea superior a Johnson, no en vano
yo siempre he defendido al segundo frente a las muchas acusaciones que tan a
menudo penden sobre él. ¿Y la inclusión de Pascal, o como decirlo, Scholem? Lo
primero se explica y se consiente en la medida en que Montaigne también
aparece, y la recensión que a cada quien concierne es una comparativa de su
contraria. Como es natural, Pascal aparece retratado cuán segundón fue. Lo de
Scholem, el hebraísta y confesor de Benjamin, no puedo explicarmelo con arreglo
a ningún criterio de mínima rigurosidad, salvo por el hecho de que Bloom tenga
orígenes judíos y haya dedicado en su obra algunos momentos a analizar la relación
que esta cultura guarda con los textos y la escritura (así, el susodicho
capítulo es una breve historia de la Cábala, y no una ponderación de las
cualidades ensayísticas de Scholem). Por último, quisiera destacar que, aun
cuando los autores espigados son bastante representativos de la tradición
inglesa de ensayo, incluso en este reducido campo podrían cursarse
rectificaciones. Tenemos a Dryden, pero no a Addison; tenemos a Hazlitt, pero
no a Lamb, tenemos a Carlyle y Ruskin, pero no a De Quincey, tenemos a Huxley,
pero no a Eliot. Lugar para conclusiones no hay sino el que le pueda caber a
todo canon que se precie: la discriminación va en paralelo con la omisión. Por
eso nos complace tanto Bloom, porque es un lector tan antojadizo como
cualquiera.
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